[Bolaño en Blanes 1996-1999]
Qué más que / saber salir de las
cuerdas
Mario
Santiago
Monterroso escribió que tarde o temprano
un escritor latinoamericano enfrenta tres posibles destinos: destierro,
encierro o entierro.
A Bolaño le conocí
justo al final de su etapa de encierro, aunque sería más exacto llamarla de
anonimato, de aislamiento, de enclaustramiento.
Le conocí un 21 de
noviembre de 1996 en Blanes en el Bar Novo, un local que era una especie de
“granja catalana”, uno de esos centros que se caracterizaban por su decorado
lechero e impoluto; lugares en realidad tan supuestamente higiénicos como
horribles, sobre todo para quien, como yo en aquellos días, amaba la turbia
negrura de los grandes bares nocturnos.
Había entrado en el
Novo con Paula de Parma a tomar un zumo, y justo lo acababa de pedir cuando
entró Roberto Bolaño. Ella, que trabajaba en un instituto de Blanes, acababa de
leer Estrella distante y recuerdo como si fuera ahora que le preguntó a Bolaño
si era Bolaño. Lo era, dijo él. Y yo era Vila-Matas, añadió Bolaño.
—¡Hostia! —se oyó poco
después.
La expresión provenía
del propio Bolaño, y la conversación que siguió tengo la impresión de que ha
durado tanto como “la larga risa de todos estos años”, que diría Fogwill.
Recuerdo que con
Roberto hablé siempre como si lleváramos conociéndonos toda la vida. Vivía con
su mujer, Carolina López, y el hijo de ambos, Lautaro, en el 17 del Carrer del
Lloro (la calle del loro) y tenía un pequeño estudio en el 21 de la misma calle.
En el 19 estaba la carnicería en la que se inspiró para ese memorable poema que
es “Entre las moscas”: “Poetas troyanos, / Ya nada de lo que podía ser vuestro
/ Existe / Ni templos ni jardines / Ni poesía / Sois libres / admirables poetas
troyanos”.
No tenía teléfono y su
apartado de correos era el 441, allí recibía las noticias de sus premios de
provincia; el último de estos llegó de San Sebastián a finales de aquel 1996 y
fue para su cuento “Sensini”, una obra maestra. El importe de aquel premio era
una cifra en verdad muy módica, pero Carolina y Roberto, que vivían del sueldo
municipal de ella, recibieron la noticia con un entusiasmo más propio del Nobel
que de un premio local.
Mi no muy elocuente
diario personal —construido con cierta sequedad, sólo con datos, anotaciones y
comentarios breves— me resulta sin embargo de inestimable ayuda cuando se trata
de evocar algunos de los lugares de Blanes que más frecuentamos en los
vertiginosos años que siguieron: Debra, Bacchio, bar del Puerto, bar del
Casino, Kiko, El Mexicanito, hall del cine Ample, Can Flores, bar Centro,
Pastelería Planells, La Gran Muralla, Terrassans, L’Antic. Nos reuníamos en
nuestras respectivas casas, pero también en esos locales, que fueron escenarios
de conversaciones, riñas, pasiones, destellos de creatividad, infinitas
discusiones, risas, frases que huían como el humo: “Fumar con los ojos
entornados y recitar bardos provenzales / en el solitario ir y venir de las
fronteras / Esto puede ser la derrota pero también el mar / y las tabernas
[…]”. (La universidad desconocida.)
Sospecho, quizás a
contracorriente, que residir en Blanes, pasear por un tiempo amargo de
silencio, vivir en la derrota —en la adversidad, pero con el mar y las
tabernas— tuvieron que sentarle perfecto a Bolaño. No, no lo digo con ironía.
Estoy solo pensando en la fábula de aquel provinciano al que todo le fue bien
salvo asomar la cabeza en París, porque, cuando lo hizo, la ciudad le engulló.
No sugiero que fuera exactamente el caso de Bolaño, pero, cuando pienso en él, no
puedo olvidarme de cierto periodo de felicidad de algunos artistas, de
gloriosos días sin gloria vividos antes de haber oído hablar del mundillo
literario, de las envidias, de los egos y el mercado: días en los que esos
artistas fueron misteriosos y antisociales y, por mucho que deploraran moverse
entre tanta desolación y tristeza, vivían y respiraban plenamente en su
personal reino sagrado del arte.
El caso del aislamiento
de Bolaño durante años en Blanes me recuerda a esos libros de los que nos habla
Elias Canetti en La provincia del hombre, libros que tenemos a nuestro lado
muchos años sin leerlos, libros de los que no nos alejamos y a los que llevamos
de una ciudad a otra, de un país a otro, cuidadosamente empaquetados, aunque
haya muy poco sitio, y que tal vez hojeemos en el momento de sacarlos de la
maleta; sin embargo, nos guardamos muy bien de leer aunque solo sea una frase
completa. Luego, al cabo de los años, llega un momento en el que, de repente,
como si estuviéramos bajo la presión de un imperativo superior, no podemos
hacer otra cosa que coger un libro de esos y leerlo de un tirón, de cabo a
rabo; este libro actúa como una revelación. En aquel momento sabemos por qué le
hemos hecho tanto caso. Tenía que estar mucho tiempo a nuestro lado; tenía que
viajar; tenía que ocupar sitio; tenía que ser una carga, y ahora ha llegado a
la meta de su viaje; ahora levanta su velo; ahora ilumina los años en los que
ha vivido mudo a nuestro lado.
Al igual que ese libro,
Bolaño seguramente no habría podido decir tantas cosas de no haber estado mudo
durante todo ese tiempo. “Durante este periodo hay que suponer que se
acumularía la energía formidable que se despliega a partir de 1994”, apunta
Ignacio Echevarría en “Bolaño extraterritorial”. A la energía que se iba
acumulando habría que añadir probablemente la felicidad de no ser nadie y al
mismo tiempo ser alguien que escribía. A veces, el tiempo de silencio es el
paraíso de los escritores.
Con Carolina, había llegado a Blanes en
el verano de 1985 para trabajar en una pequeña tienda de bisutería que había
instalado su madre en el Carrer Colom 28 y donde él atendía a los clientes,
generalmente turistas. En los primeros meses actuó como un discreto detective y
se dedicó a buscar las huellas del Pijoaparte, el personaje que Marsé situara
en Blanes con una moto Ducati. “Cuando la tienda me dejaba un rato libre y como
pasear cansa, entraba en los bares de Blanes a beberme una cerveza y hablaba
con la gente, y así fue como no encontré la casa de Marsé pero encontré amigos”,
recordaría en su Pregón de Blanes.
Esos amigos eran
pescadores, camareros, jóvenes drogadictos (todos sentenciados a muerte), la
famosa escuela de la vida. No hay duda de que la etapa de anonimato, de
aislamiento, fue dura, pero también creo que providencial, pues si bien es
cierto que, por ejemplo, nadie del mundillo literario le prestaba la menor
atención, también lo es que su condición de gran desconocido no hizo más que
facilitarle su plena dedicación a la escritura. Es más, entiendo que en la intensidad
de la rudeza de aquellos días en los que él era el gran olvidado, se fue
forjando su carácter y muy especialmente su potente —a veces rencoroso en buena
lógica— estilo. Suele ser duro pasar por momentos de desolación, quién negaría
esto, pero también puede ocurrir que a un artista la vida aislada y áspera le
reporte un aprendizaje severo pero muy estimulante y, además, útil en el
momento en que deja atrás las tinieblas del desprecio o indiferencia de los
otros y aparece a plena luz del día, para sorpresa de cuantos hasta entonces le
habían ignorado… Aparece armado hasta los dientes, preparado para todo, curtido
en el aislamiento y la felicidad de tantos años. Un samurái en Blanes. Me hace
pensar en aquel aforista madrileño que escribió aquella verdad tan exacta: “El
carácter se forma los domingos por la tarde”.
Le conocí a Bolaño
justo cuando salía de esa etapa de infinitos domingos en los que se había ido
forjando su salvaje ánimo, le conocí al final de ese prodigioso año donde
algunas cosas acababan justo de dar un vuelco para él y para su familia, ese
año que empezó con Seix Barral publicándole La literatura nazi en América y
terminó con Anagrama editándole Estrella distante.
Bolaño estaba —habría
que decirlo con acento brasileño— maravillado. Nunca le había faltado el humor
y ese año aún iba a faltarle menos. De aquel día en el bar Novo por encima de
todo recuerdo haber tenido la sensación o el presentimiento, al poco de
conversar con él, de estar ante un escritor de verdad, algo que el lector debe
saber ahora mismo, sin más dilación, que no es experiencia frecuente: “La
poesía (la verdadera poesía) es así: se deja presentir, se anuncia en el aire,
como los terremotos que según dicen presienten algunos animales especialmente
aptos para tal propósito”; la sensación de encontrarme ante un chileno que no
parecía chileno y se asemejaba en cambio mucho a la idea romántica que en la
vida real había yo perseguido durante dos décadas, la idea que tenía de lo que
debía ser un escritor. No hace mucho, Gonzalo Maier citaba un ensayo de Fabián
Casas en el que este, al recordar a Bolaño, hablaba de lo mucho que echaba en
falta a “los escritores de antes, a todos esos tipos que, como Cortázar, fueron
mucho más que simples escritores y también fueron maestros, ejemplos de vida,
faros potentes en los que él y sus amigos se proyectaban”.
A mí Cortázar nunca me
pareció un faro, pero entiendo de lo que habla Casas. De hecho, ahora no creo
engañarme si digo que, aquel día en el Novo, lo que no tardé nada en ver o en
reconocer en Bolaño fue a un ermitaño lunático o, mejor dicho, a “un escritor
de antes”, esa clase de personajes que consideraba ya inencontrables porque
creía que pertenecían a un mundo que había entrevisto en mi juventud pero que
se había ya perdido para siempre; ese tipo de escritor que jamás olvida que la
literatura, por encima de todo, es un oficio peligroso; alguien que no solo es
valiente y no pacta ni un ápice con la vulgaridad reinante, sino que muestra
una contundente autenticidad y que une vida y literatura con una naturalidad
absoluta; un increíble superviviente de una especie en extinción; ese tipo de
escritor sorprendente que pertenece con orgullo a una casta de gente zumbada,
obsesiva, maníaca, trastornada en el buen sentido de la palabra: tipos obstinados,
muy obstinados, que saben ya que todo es falso y que, además, todo
absolutamente todo acabó (creo que cuando uno está en situación de medir las
dimensiones de lo falso y del final de todo, entonces, solo entonces, la
obstinación puede ayudarle, puede empujarle a dar vueltas en torno a su celda
para así intentar no perderse el único y mínimo instante —porque ese instante
existe— que puede salvarle); tipos en verdad más desesperados que la famosa
revolución, lo que en cierta forma les convierte en herederos indirectos de los
misántropos desahuciados de antaño.
Esos desahuciados
vivieron en los tiempos en que los escritores eran como dioses, vivían en las
montañas cual ermitaños desesperados o aristócratas lunáticos; escribían en
esos días con la única finalidad de comunicarse con los muertos y no habían
oído hablar nunca del mercado, eran misteriosos y solitarios y respiraban en el
reino sagrado de la literatura. Seguramente, los “escritores de antes” son
herederos de los enigmáticos y misántropos ermitaños desesperados de antaño;
son como los más oscuros tipos duros del callejón más difícil y por supuesto
—lo diré para poder incluir aquí una nota de humor, acorde con la larga risa de
todos estos años— nada tienen que ver, por ejemplo, con los grises escritores
competentes que en su momento tanto proliferaron en la llamada “nueva narrativa
española”; los “escritores de antes” van en busca de un modo muy personal de
expresarse, no ignorando que en ese modo puede haber todavía —después del fin
de la vieja gran prosa y después de la muerte casi ya definitiva de la
literatura— un camino, quizás el último camino a recorrer. ¿O no? ¿O no hay ya
ninguno? ¿Usted piensa que ya no hay ninguno? En ese caso, le recuerdo una
línea —sólo es una línea pero qué línea— del cuento “Llamadas telefónicas”:
“B también piensa que
el callejón no tiene salida.”
Conocer a Bolaño —añado
aquí el dato de que en 1996, literariamente hablando, llevaba ya varios años yo
desorientado— fue como volver atrás y recordar que vida y literatura, por mucho
que lo fueran desmintiendo con sonrisitas los grises escritores competentes,
podían perfectamente caminar juntas, tal como había intuido yo una vez, en los
años en que empezara a escribir, es decir que no era pecado ni error alguno
mezclar vida y literatura y encima era algo que se podía ensamblar con una
naturalidad asombrosa.
Me encontraba y paseaba
con Bolaño algunas tardes junto al mar y a veces me preguntaba si no sería que
aquel amigo llevaba de verdad la literatura en la sangre. Todavía hoy, su más
famosa declaración de principios me ayuda a poder seguir con salvaje ánimo
hacia adelante: “La literatura se parece mucho a la pelea de los samuráis, pero
un samurái no pelea contra otro samurái: pelea contra un monstruo. Generalmente
sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que
vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”.
Esta rocosa pero
también conmovedora declaración no la habría podido hacer nunca un escritor sin
una idea muy fiera, muy pasional de la literatura. Era una idea que, como un
día dijo Rodrigo Fresán, contagiaba, casi instantáneamente, una cierta teoría
romántica de la actividad poética y de su práctica como utopía realizable… De
hecho, estar con Bolaño en la terraza de un bar frente al mar era como estar
con un “escritor de antes”, con un poeta, y vivir en esa utopía viable.
Miro, leo, repaso mi
diario personal. Ayer me di cuenta de lo bueno que fue en esos días registrar
tantos detalles ínfimos, tantas cosas que habría olvidado de no ser porque
desde 1985 las fui anotando. Al buscar qué escribí acerca del 21 de noviembre
de 1996, me encontré con este escueto pero en el fondo muy expresivo —por
contundente— apunte:
“Bolaño”
Vi también, al repasar
mis notas, que, cuatro días después del encuentro en el Novo, el 25 de
noviembre, había ido yo en Barcelona al hotel Condes de Barcelona, a la rueda
de prensa de presentación de Estrella distante. Me sorprendió este dato porque
no recordaba tan cercanas las escenas del Novo del día 21 con esa rueda de
prensa del 25. De aquella reunión periodística recuerdo, entre otras cosas, que
mientras Herralde presentaba a su nuevo autor, yo no podía separar la vista de
la cita de Faulkner que abría aquella nouvelle de Bolaño:
“¿Qué estrella cae sin
que nadie la mire?”
Estábamos al final de
aquel 1996 en el que Bolaño había sido por fin visto, mirado, detectado. Y
aquella cita ofrecía, entre otras, la posibilidad de ser leída en esa
dirección. Le miraba yo a Bolaño y, en una especie de juego silencioso, me
dedicaba a confirmar una y otra vez que no tenía nada del siniestro aviador de Estrella
distante, de ese tipo del que el narrador de la nouvelle decía que parecía un
hombre muy duro, como solo pueden serlo —y solo pasados los cuarenta— algunos
latinoamericanos. Y añadía: “Una dureza tan diferente de la de los europeos o
norteamericanos. Una dureza triste e irremediable”.
La posible dureza de
Bolaño, aquel día de la rueda de prensa, tenía bien poco de triste y en
realidad ofrecía un ángulo que parecía de cierta posible alegría.
Quizás fuera porque todo empezaba a ser
nuevo para él, quizás porque todo se había vuelto de golpe más divertido y
peligroso que antes y la máquina del anonimato, con toda la energía acumulada a
lo largo de los días lunáticos, se ponía de pronto en movimiento, el caso es
que parecía haber una templada euforia allí: “¿Entonces qué es una escritura de
calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber
saltar al vacío, saber que la literatura es básicamente un oficio peligroso”.
Hacia el minuto
cuarenta, cuando todo por fin se hubo relajado ya en el ambiente, él se dejó
llevar por una pregunta sobre la realidad modesta de Chile y de pronto empezó a
soltar un largo monólogo, absolutamente fascinante, fuera del tiempo y del
lugar, un monólogo sobre la disciplina, la marcialidad británica del ejército
chileno. Creo que Bolaño, a partir de aquel minuto cuarenta, paró el tiempo.
Recuerdo que en un momento determinado cerré los ojos y fue extraño, sentí
entonces que era como si sus palabras fueran marciales de verdad y pesaran
doble. Hoy no descarto que la implacable máquina del anonimato que había ido
forjándose en Blanes en el tiempo de silencio estuviera cargando doblemente
cada una de esas palabras.
Recuerdo que, a medida
que hablaba y hablaba, se iba notando una barbaridad que era un escritor sin
los tics de los narradores profesionales. Esto se notó especialmente en los
eternos minutos finales de la rueda de prensa, cuando hubo por su parte una
repentina generosidad narrativa sin límites, un verdadero derroche de pasión
por lo que allí se relataba. Los periodistas parecían pescadores hipnotizados
en cualquier mesa de un bar de Blanes y, por un momento allí en el Condes de
Barcelona, fue como si él se hubiera lanzado a escribir una nueva novela, esta
vez a escribirla directamente en la vida, una novela que parecía estar brotando
directamente de las últimas páginas de Estrella distante. De hecho —aunque
entonces yo aún no lo sabía—, estaba sucediendo lo mismo que había ocurrido con
Estrella distante, que había surgido de las páginas finales de La literatura
nazi en América…
En Bolaño siempre fue
así, de un libro surgía otro, todo estaba de algún modo conectado. De hecho,
Estrella distante surgió en el preciso instante en que Herralde, en su despacho
de Anagrama, le preguntó a Bolaño si tenía alguna novela inédita, algo recién
escrito que pudiera publicarle. No existía esa novela, pero Bolaño dijo lo
contrario y en tres semanas —tiempo récord— la escribió tomando prestado —para
ganar tiempo, pero también porque su obra siempre avanzó a través de esos
despliegues de una novela a otra— un considerable número de palabras de La
literatura nazi en América. Entre el final de esta (“Cuídate, Bolaño, dijo
finalmente y se marchó”) y el de Estrella distante (“Cuídese, mi amigo, dijo
finalmente y se marchó”) creo que siempre preferiré ese “Cuídate, Bolaño”.
Pero, por supuesto, esto es anecdótico.
Mucho menos lo es que,
en los días que siguieron a la entrega de aquel manuscrito a Anagrama, atravesó
Bolaño por momentos difíciles y, al mismo tiempo, alegres (se sentía contento
por aquel posible golpe de suerte que parecía haber tenido) en los que cierto
temor se mezclaba con una risa floja de nerviosismo, como si le diera miedo
pero también le hiciera gracia que en la editorial descubrieran que en una
parte del texto él se había copiado a sí mismo.
Todo en su etapa a
partir de Estrella distante se fue rigiendo por las pautas de la intensidad y
del tiempo récord. Tanto es así que a veces le imagino protagonizando Sobre el
paso de algunas personas a través de una corta unidad de tiempo, el
cortometraje de Guy Debord.
“Para Paula, con el
cariño y la admiración, de su amigo en tiempo récord. Roberto. Blanes, marzo
97”, escribió en un ejemplar de La senda de los elefantes, el libro publicado
en el 94 por el ayuntamiento de Toledo. De la contraportada de aquel ejemplar
me llama la atención que fue escrita en realidad solo muy poco tiempo antes de
que le llegara un importante vuelco en su vida de escritor, pero la
contraportada no solo no era nada capaz de presagiarlo, sino que desanimaba a
cualquiera, porque el currículum que exhibía no podía ser más disuasorio, era
de décima fila contando desde la penúltima ristra del infierno: “Roberto Bolaño
nació en Santiago de Chile en 1953 Ha ejercido la crítica literaria y la
traducción. Dirigió la revista Berthe Trepat. [sic]. Poemas suyos aparecen en
varias antologías de poesía chilena actual. Ha publicado tres libros de poesía:
Reinventar el amor. Taller Martín Pescador, México D.F., 1976. Muchachos
Desnudos bajo el Arcoíris de Fuego. Ed. Extemporáneos, México D.F. 1979 […]”.
A partir de finales del
96, muchos de los movimientos de Bolaño parecían tener incorporado el sello del
tiempo récord y ser adictos al vértigo. Vuelvo a mi diario personal y encuentro
ahí anotados mis viajes de 1997 y 1998 a Blanes, viajes al principio para
reunirme con Paula, y después, cuando ella dejó de trabajar en el instituto del
pueblo pero mantuvo su casa con terraza frente al mar, viajes para encontrarnos
Paula y yo con Carolina y Roberto y cenar, durante un largo periodo de extraña
fijación en un horrible restaurante chino que nos encantaba. Con el transcurso
de los meses, fue convirtiéndose ya en un rito ir a pasar el día o el fin de
semana a Blanes y acabar yendo a buscar a Lautaro a la salida de la escuela, o
prepararse para recibir al gran amigo de la familia, A. G. Porta, con el que
terminábamos perdiéndonos en las más complicadas metafísicas, al caer la noche
en el bar del puerto. Jordi Llovet, Ponç Puigdevall, Gonzalo Herralde y Luisa
Casas, Javier Cercas y familia, Joan de Sagarra y María Jesús de Elda, Carles
Vilches, Gina y Peter, entre otros, pasaron por Blanes en los primeros meses
del 97 y mi diario, por supuesto, lo registró. Movimientos, fiestas, nombres,
hechos, todo fue anotado, incluso aquella frase tan ridícula de Vilém Vok una
tarde en el Casino, cuando dijo que Bolaño había caído en brazos del fantasma
de la Humanidad…
¿Qué quiso decir? Oh,
bueno, ya poco importa. Quizás llevaba razón. Después de todo, la Humanidad en
aquellos días viajaba en el tren de Blanes.
Un 22 de julio de 1997 en Girona, Javier
Cercas, en la Llibreria 22, presentaba Estrella distante y, tras la cena, hubo
una larga fiesta, diría que existencial —casi al estilo de una película de
Antonioni—, en la casa de Pepa Balsach y Ángel Jové. Y como colofón de la
reunión un regreso en coche a Blanes muy movido y turbador.
El 29 de septiembre
Roberto y Carolina bajaron a Barcelona y estuvieron en el apartamento del 80 de
la Travesía del Mal, donde dieron un vistazo al conjunto de cartas diarias que
desde hacía dos años, cada tarde sin falta, me enviaba una desconocida, cuyo
estilo había terminado por convertírseme en familiar: operaba siempre igual,
porque iniciaba el discurso con una prosa tranquilizadora, serena, y luego perdía
el control de las palabras y, haciendo estallar la insulsa normalidad de lo
educado, entraba en un caos narrativo que atentaba contra la corrección inicial
(esa estructura, por cierto, me recuerda a la de Libro, formidable novela de
José Luís Peixoto). Bolaño escogió al azar una de esas cartas y la leyó en voz
alta y de pronto proclamó, ante el asombro de todos, que era una carta muy bien
escrita. Lo mejor de aquella proclama fueron las razones que encontró para
justificarla, razones hasta convincentes que evidenciaron que, como lector,
sabía hallar en cualquier texto, por extravagante que éste pudiera parecer, un
mínimo aliciente, un aspecto remarcable del mismo.
Una hora después,
íbamos de nuestro apartamento al pasaje que hay al lado de la librería La Central,
donde una entonces jovencísima y desconocida Alicia Framis, a la sazón en
Ámsterdam y por tanto ajena al alboroto que íbamos a crear en torno a su obra
—vecina en otro tiempo de la Travesía del Mal, la única artista que yo conocía
en aquella pavorosa avenida—, exponía en el sótano de una sala de arte que no
visitaba nadie un tablón gigante que había titulado, en homenaje a uno de mis
libros, Una casa para siempre. El tablón estaba cargado de rayas horizontales
blancas y negras, y en las negras había inscritas un sinfín de palabras.
Estuvimos un buen rato
en aquel sótano porque Roberto dijo estar maravillado ante lo que estaba
viendo. Sin duda, veía más que nosotros. “Es buenísimo”, recuerdo que repitió
varias veces, y logró que acabara también viendo aquella “casa para siempre”
con otros ojos y comenzara a imaginar tantas cosas por las cuales aquello era
genial que ahora hasta me sobrarían los motivos si quisiera ponerme a
ratificarlo.
El 18 de diciembre, en
Happy Books, hubo la rueda de prensa de Llamadas telefónicas, y por la noche
Echevarría presentó el libro en la sede del ICCI. Recuerdos confusos. No así
del libro. Entre los relatos, “Joanna Silvestri”, dedicado a Paula, y el cuento
“Enrique Martín”, dedicado a mí, quizás por llamarme Enrique como el
protagonista, aunque no creo parecerme en nada a ese poeta admirador de Miguel
Hernández y León Felipe. “Sensini”, sin duda el mejor relato del libro, no
estaba dedicado a nadie, aunque era obvio que era el relato más dedicado de
todos, pues estaba pensado para el gran Antonio Di Benedetto, participante como
una sombra en España, en su solitaria etapa final, en concursos literarios de
provincias.
El cuento “Enrique
Martín” no es de los mejores, pero el conjunto del libro es potente y presenta,
entre otras cosas, un interesante y complejo análisis —creo que en diálogo con
Los detectives salvajes, que estaban por llegar— de la tensión que vive
cualquier escritor contemporáneo entre mercado, consagración y resistencia.
Como señalan Andrea Cobas y Verónica Garibotto en su ensayo Un epitafio en el
desierto, Bolaño vino a comentar en ese libro las tres escuetas posibilidades
rancias que se abrían para cualquier escritor contemporáneo: acoplarse a las
reglas del mercado (esa multitud de grises escritores competentes); sustraerse
por completo y continuar una labor subterránea y desconocida, como la de
Enrique Martín; o, como hacen Sensini o el propio narrador de ese cuento, o el
Belano del relato “Enrique Martín”, entrar en la industria editorial, pero sin
aceptar del todo sus reglas, flirteando con ella y quebrando alguno de sus
códigos (el Belano de Los detectives salvajes que se burla de tantos figurones
madrileños y de la Feria del Libro, por ejemplo).
Hemos hablado de tres
salidas, de tres escuetas posibilidades que se abrían / que se abren para
cualquier escritor contemporáneo. Pero en “Llamadas telefónicas”, relato que
daba título al libro, surgía, dejándola caer distraídamente, una cuarta vía y
temible verdad:
“B también piensa que
el callejón no tiene salida.”
¿La tuvo antes de 1996?
Dos años después, ya no tenía salida alguna, eso casi podría jurarlo. A veces
pienso que toda la obra principal de Bolaño, escrita en tiempo récord hasta su
muerte en 2003, se desarrolla de lleno en el callejón más difícil, aquel del
que hablé ya antes: pasaje oscuro y mortal, sin luz del paraíso ni escapatoria
alguna para quien ha percibido con susto que, tras poner a punto su máquina del
anonimato, su deseo se ha realizado, pero es mortal de necesidad: su estrella
ha sido vista, captada por los cuervos del nuevo territorio en el que se ha
adentrado.
Antes de 1996 no había
callejón, ni problemas de salida. Fuera de los ásperos muros de ladrillo
cubiertos de sombras, con la serenidad que entró en su vida por la estabilidad
que le dio la relación con Carolina, pudo vivir libre como si lo hiciera en los
tiempos en que los escritores eran como dioses y escribían con la única
finalidad de comunicarse con los muertos y no habían oído hablar nunca del mercado,
eran misteriosos y solitarios, se perdían en atmósferas de perdición, humor y
poesía.
A principios de febrero
del 98 se entera, tardíamente, de la muerte en México de Mario Santiago,
acaecida el 10 de enero. Juan Villoro escribió “Un poeta”, su necrológica en La
Jornada, pero a Blanes la noticia llegó tarde y cuando lo hizo, llegó plana,
sin más información que la muerte y dejó hundido como nunca a Bolaño, que el
verano anterior había escrito a su amigo contándole que se llamaba Ulises Lima
en la novela que escribía, Los detectives salvajes.
Mario Santiago dejó un
último poema (se puede leer en una pared de la pulquería La hija de los
Apaches, de la colonia Romita, de ciudad de México), unos versos que, según
cómo los queramos leer, parecen comentar el final de Estrella distante
(“Cuídese, mi amigo, dijo finalmente y se marchó.”) y también, de forma
estremecedora, la propia muerte del poeta, la muerte de Mario, su muerte súbita
de fatal atropellado:
“Qué más que / saber salir de las
cuerdas / & fajarse la madre en el centro del ring / La vida es 1 madriza
sorda / Alucine de Efe Zeta / Película de Juan Orol / Mejor largarse así / Sin
decir semen va o enchílame la otra / Garabateando la posición del feto / Pero
ahora sí / definitivamente / & al revés”.
“Mario era un poeta poeta”, dijo Bolaño
a finales de aquel año en una entrevista sobre Los detectives salvajes.
Seguramente, en su condición de bardo indiscutible con una muy probable jeta de
santo, era el poeta al que se refería Bolaño cuando en las primeras líneas de
“Enrique Martín” hablaba de alguien que lo podía soportar todo. Mario Santiago
fue un poeta poeta que aprendió a tiempo que había que saber salir de las
cuerdas. Esa es la cuestión, es decir, de eso se trata, that is the question:
no hay salida en el callejón, lo que no impide que no sea importante saber
salir de las cuerdas.
“Un poeta lo puede
soportar todo, lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo,
pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar
de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicción
crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura,
a la muerte.”
“Llamo clásicos a los
que aún no hacían de la literatura un oficio” (Jules Renard, Diario). La ruina,
la locura y la muerte y la gran estafa que es toda juventud se hallan en el
centro de Los detectives salvajes, eso ya es sabido, pero menos lo es que la
estructura central del libro tomó como modelo Las puertas del paraíso, la obra
de un escritor polaco hoy bastante olvidado, Jerzy Andrzejewski, y también La
cruzada de los niños, de Marcel Schwob (ya adoptada años antes por Faulkner
para Luz de agosto). Estos dos libros y Luz de agosto eran casi biblias para
Bolaño, recuerdo la conversación alrededor de Andrzejewski en el Terrassans,
una tarde de marzo del 98, días antes de que yo cumpliera cincuenta años y lo
celebráramos en el restaurante Massana de Barcelona y él viera frustrada su
intención de leer unas líneas humorísticas que había escrito para la ocasión:
“Antes de que despunte el alba pido un poco de silencio para tomar la palabra
[…]. Mi amigo Enrique hoy cumple diecisiete y ya está. Que diecisiete en
literatura resultan una barbaridad…”.
De todo lo que hablamos
aquel día en el Terrassans lo más interesante giró alrededor de lo que
podríamos llamar el “factor escapatoria del laberinto”, esas tres salidas o
escuetas posibilidades que vieron con tanta intuición Andrea Cobas y Verónica
Garibotto; las únicas posibilidades que se abren para cualquier escritor
contemporáneo; ninguno que sea mínimamente honesto puede dejar de preguntarse
por qué opción se decanta y si alguna de ellas es lo suficientemente
satisfactoria o en realidad el callejón, tal como alguna vez ya intuimos, no tiene
salida.
En agosto de aquel
1998, me dio, como el “escritor de antes” que era, los consejos vitales, casi
alucinantes, para solucionar un problema en el que me había encallado en la
redacción de mi nueva novela, El viaje vertical. En ella yo creía que no
sucedía nada, y así se lo dije. Pero él vio lo contrario. Crees que no pasa
nada, dijo extrañado, pero ahí pasan muchísimas cosas, pero es que muchísimas.
Se repitió la escena del sótano en el que Alicia Framis exponía Una casa para
siempre. Es buenísimo lo que sucede ahí, me dijo lleno de entusiasmo sobre mi
viaje portugués vertical, y en la vida jamás alguien me había animado tanto.
Momento inolvidable aquel, porque me pareció haber averiguado de golpe en qué
podía consistir exactamente saber escapar de una situación que nos tiene
atrapados.
El 2 de noviembre
recibía el premio Herralde por su sorprendente —por el tiempo récord en el que
parecía haber sido escrita— Los detectives salvajes, novela que, de todos
modos, no surgió de la nada, como algunos pensaron, sino de la implacable
máquina del anonimato: Bolaño utilizó el amplísimo material acumulado en los
años en los que se hizo fuerte en el silencio.
El 6 de diciembre, por
la mañana, cambió de casa en Blanes y se instaló con Carolina y Lautaro en el
13 del Carrer Ample, en el segundo primera. Y el 16 de diciembre se presentó en
Barcelona Los detectives salvajes. Habló primero Jorge Edwards y después llegó
mi turno y leí mi texto “Bolaño en la distancia”, que incluyó una serie de
breves movimientos teatrales, a través de los cuales me acercaba y me alejaba
indistintamente de Bolaño mientras leía. Texto intuitivo y premonitorio porque
predijo los compases por los que se iba a regir a partir de entonces nuestra
relación. De entre los asistentes recuerdo a Carolina, Herralde y Lali Gubern,
Gina y Peter, Carles Vilches, Menene Gras, Paula de Parma, Ignacio Martínez de
Pisón, Javier Cercas. A Edwards se le ocurrió decir que la novela era buena,
muy buena, aunque tenía que confesar que no la había acabado, y recibió una
bronca fenomenal —diría que histórica— del autor. Esa bronca aún resuena en mis
oídos y, cuando lo hace, imagino que Proust, Joyce, Schwob y Andrzejewski se
añaden a ella, como si los enojados también fueran ellos.
¿Qué hacer? Lo que más
resuena en mí de aquella época es esta pregunta que sigue de actualidad, ya
comentada de largo con Roberto, la tarde aquella en la terraza del Terrassans.
“Una vez dentro, hasta el cuello”, decía Céline.
Y así es: hasta el
cuello. Y uno puede observar que las puertas de salida —integrarse; ser un
escritor subterráneo; entrar en la industria y subvertir sus reglas— van
perdiendo peligrosamente atractivo y amplitud. Parecían generosas aperturas al
exterior, pero van dejando de parecerlo. El callejón no tiene ninguna ventana
al exterior, pero aún así habrá que saber salir de las cuerdas. Cualquier poeta
poeta acaba pasando mucho tiempo en la oscura calleja, viva máquina del
sigiloso anonimato donde las haya. Allí te atracan, te chulean, te persiguen,
te piden fuego, te estafan, te la maman, te meten miedo, te disparan. No hay
nada fuera del callejón, solo el recuerdo de los días felices, de los días en
que uno acumulaba energía (“aún sigo mudo —escribió un joven Nabokov— y me hago
fuerte en el silencio; las remotas crestas de futuras obras, entre las sombras
de mi alma, están aún escondidas como cimas de montañas en la niebla antes del
alba”) con la idea de poder por fin, una noche, llegar a tomar la palabra, la
palabra tantas veces aplazada, y poder decir que uno…, uno, bueno, poder decir
que uno siempre fue Jack el Destripador. Sí, por ahí se empieza. Y por ahí
precisamente se acaba.
No hace mucho, en el
festival de Paraty, Brasil, di una conferencia radical sobre el estado de la
literatura en el mundo actual. La titulé “Música para malogrados”, y en ella,
entre otras cosas, dije que en realidad, en lo que se refería a la literatura,
ya todo acabó, aunque quizás esto por suerte también se pudiera matizar, pero
era innegable, dije, que la prosa se había convertido en un producto más del
mercado: algo que es interesante, distinguido, esforzado, respetado, pero
irremediablemente insignificante… Quedaba preguntarse, dije, si los escritores
no deberían ser únicamente leídos en lugar de ser vistos, porque yo siempre
había pensado que en el preciso instante en que los escritores empezaron a ser
vistos, se malogró todo.
Al día siguiente, la
prensa brasileña dijo que había cuestionado el propio festival de Paraty, donde
tantos escritores iban a ser vistos, incluido yo. Me pareció que no había sido
comprendido, o quizás lo contrario, había sido peligrosa y enormemente muy
comprendido y la venganza del despacho oval ya se había puesto en marcha. Por
la noche, me pregunté para qué, para qué todo aquello, para qué aquella
conferencia radical que se planteaba las posibles salidas que tiene un escritor
contemporáneo que quiera ser libre.
¿Había conseguido algo
con mi alegato? Solo había causado estupor entre un nutrido grupo de señoras
brasileñas y, para colmo, todo seguía igual y yo hasta había dado la impresión
—algo que no buscaba en absoluto— de ser un tipo que se complicaba
innecesariamente la vida.
En el hotel, a la hora
de la cena, vi a los escritores ingleses y norteamericanos, todos tan viajeros
y famosos —Franzen, McEwan, Kureishi— y me di cuenta de que todo para ellos era
mucho más sencillo, se dedicaban a narrar y no perdían el tiempo en posiciones
sediciosas inútiles, viejas polémicas marxistas y toda la demás jerga
revolucionaria de antaño. Y, para colmo, eran ricos, famosos y felices.
Cuando le comenté esto
a un periodista brasileño, éste me sorprendió al decirme que estaba equivocado.
No creas que vayan por ahí las cosas, dijo, esta mañana hablé con McEwan y
resulta que lo pasa mal, me ha dicho que a veces es infeliz porque añora los
años en que nadie le conocía y podía escribir tranquilo.
Me quedé, por un
momento, quieto. Sonreí. Me pareció que allí en Paraty acababa de dar un paso
más para un día, con el ritmo más airoso posible, saber salir de las cuerdas. Y
entonces fue cuando de una forma irremediable me acordé de Bolaño y no pude más
que envidiarle al imaginarle por fin libre ya de tanta porquería, poeta ya para
siempre, lejos de las moscas de la vieja carnicería de Blanes. Ni templos ni
jardines. Ni mafias ni callejones. Libre ya, como un admirable poeta troyano.
Este texto fue
publicado por Enrique Vila-Matas en el catálogo de Archivo Bolaño. 1977-2003,
muestra exhibida en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona.
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