Es junio y la novela 1984 de George Orwell cumple 70 años de haber sido publicada; uniéndonos a la conmemoración, les compartimos el prólogo que Umberto Eco escribió en 1984 para la primer edición italiana.
El texto traducido en español se extrajo de 1984, primera edición de editorial Lumen.
Casi por casualidad Eric Arthur Blair
decidió elegir, como nom de plume, el de George Orwell (tras haber
descartado H. Lewis Allways, Kenneth Miles y P. S. Burton). Casi por casualidad decidió titular su novela
Nineteen Eighty-Four. Al parecer había estado considerando también 1980
y 1982, y se dice que finalmente el título surgió al invertir la fecha de 1948,
año en que el escritor redactó la última versión de la novela. Orwell buscaba
un futuro lo suficientemente lejano para poder situar en él una historia que
hoy en día calificaríamos de ciencia ficción o, mejor aún, una utopía negativa,
pero suficientemente cercano para que se cumplieran los temores que realmente
le inquietaban, es decir, que antes o después realmente tuviese que suceder
algo semejante.
Pero
por casual que fuera la elección de la fecha, también la casualidad, una vez
que ha dado origen a un hecho, instaura una necesidad, de modo que una vez
llegados al fatídico 1984, ya no podemos sustraernos a los fantasmas que esta
fecha evoca. Forman parte de nuestro imaginario colectivo.
El
semanario Times, que en noviembre de 1983 dedicó a Orwell su portada,
enumeraba en tono alarmado la enorme cantidad de congresos, seminarios,
artículos, ensayos y documentales de televisión que se estaban acumulando en
espera del fatídico 1 de enero. Anunciaba una nueva edición crítica de las
obras de Orwell, la colocación de una escultura de cera en el Museo Tussaud,
una decena de congresos en los que iban a participar desde fans de la ciencia
ficción hasta el Instituto Smithsoniano y la Biblioteca del Congreso, la
publicación de un Calendario 1984 destinado a documentar «la erosión de las libertades
civiles en América» y terminaba temiendo la comercialización de camisetas del
doblepensamiento y de una barbacoa a lo Hermano Mayor.
Hoy
sabemos lo que es la emoción de las celebraciones, y las modas no pueden
sustraerse a la fascinación de centenarios, bodas de oro y conmemoraciones de
difuntos. Pero si tanta locura rodea a este hecho que no sabríamos definir en
términos de una celebración codificable (¿cumpleaños, nacimiento, vencimiento,
cita?), no es por razones frívolas. El terrible libro de Orwell ha marcado
nuestro tiempo, le ha proporcionado una imagen obsesiva, la amenaza de un
milenio bastante cercano, y diciendo «vendrá un día…» nos ha implicado a todos
en la espera de ese día, sin permitirnos tomar la distancia psicológica
necesaria para preguntarnos si el 1984 no ha ocurrido hace ya tiempo.
Ciertamente
son muchos los que han leído este libro como la descripción de un presente, y
en este caso como una sátira – así la definió en realidad Orwell, aunque se
trata de una sátira sin alegría – del régimen soviético. Es más, en cuanto
salió el libro suscitó reacciones opuestas, apasionadas y discordes, y todas
más o menos miopes. Unos lo interpretaron como un providencial panfleto de
apoyo a la guerra fría, otros como un libelo conservador (olvidando que Orwell
se consideró socialista hasta el final), otros – por las mismas razones, pero
de signo ideológico opuesto – consideraron a Orwell un lacayo del imperialismo,
y hubo quien insistió en la honestidad de ese anarquista herido por la terrible
experiencia sufrida como voluntario en la guerra de España, donde el grupo en
el que militaba fue expulsado sin piedad por las formaciones comunistas. Así
que este torbellino de pasiones ha impedido durante mucho tiempo leer este
libro sine ira et studio, para decidir de qué hablaba realmente.
Digamos
también que el libro tiene muy poco – aunque ese poco es muy importante – de
profético. Al menos las tres cuartas partes de lo que explica no es utopía
negativa, es historia.
El
libro apareció en 1949, y en aquella
fecha no hacía falta tener espíritu profético (a lo sumo, y para un socialista
convencido, coraje y lealtad intelectual) para hablar del Hermano Mayor y de su
archienemigo, el heresiarca judío Goldstein. La lucha Stalin – Trotski, las
grandes purgas, la enciclopedia soviética que reivindicaba para los científicos
rusos los grandes descubrimientos científicos del siglo, la atribución al
dictador de todas las gestas históricas que habían conducido al triunfo del
régimen, incluso la corrección continua de la historia (uno de los hallazgos
más populares y estremecedores de la novela): todo esto era ya crónica, aunque
eliminada. Tampoco podemos olvidar que en 1940 ya había aparecido El cero y
el infinito de Koestler.
Pero
Orwell no solo se estaba recuperando de su decepción como revolucionario y
combatiente traicionado, sino que era un inglés que vivía el final de la
Segunda Guerra Mundial y la victoria sobre el nazismo: muchas de las
atrocidades que se celebran en Oceanía recuerdan costumbres y ritos nazis;
piénsese en la pedagogía del odio, en el racismo que separa a los miembros del
partido de los «proles», en los niños reunidos en una especie de Hitler-jugend
y educados para espiar y para denunciar a sus padres, en el puritanismo de la
raza elegida para la que el sexo es únicamente un instrumento eugenésico.
Lo
que hace Orwell no es tanto inventar un futuro posible pero increíble, como
realizar una labor de collage sobre un pasado absolutamente creíble porque ya
ha sido posible. E insinuar la sospecha (tal como sugiere que los regímenes de
los tres superestados en guerra continua sean sustancialmente iguales) de que
el monstruo de nuestro siglo es la dictadura totalitaria y que, con respecto al
mecanismo fatal del totalitarismo, las diferencias ideológicas en el fondo
cuentan muy poco. Así interpreta 1984, por ejemplo, Bertrand Russell.
Esta
es sin duda una de las buenas razones que han convertido el libro en un grito
de alarma, una llamada de atención y una denuncia, y es también por esto por lo
que el libro ha fascinado a decenas de millones de lectores en todo el mundo. Sin
embargo, creo que hay otra razón, más profunda. Y es que a lo largo de casi cuatro
décadas (las que nos separan de la publicación de 1984) se ha ido
abriendo paso la impresión de que el libro, si bien por un lado hablaba de lo
que ya había sucedido, por el otro, más que hablar de lo que podría suceder
hablaba, de lo que estaba sucediendo.
Tómese el indicador más evidente y luminoso:
la televisión. Baird proyecta su primer televisor en 1926, las primeras
transmisiones experimentales se realizan hacia 1935, en Inglaterra y en América
se empieza a hablar de televisión no experimental después de la guerra; de modo
que Orwell pone en escena algo que todavía no es un instrumento de masas pero
que ya existe, y no está haciendo ciencia ficción. Que a través de los nuevos
medios de comunicación se pudiese recibir adoctrinamiento no era una utopía
negativa: la filosofía goebbelsiana de la radio como instrumento de propaganda
y de control ideológico ya había sido ampliamente discutida; Adorno y Horkheimer
comienzan la Dialéctica de la Ilustración en 1942; y de los prodigios
tecnológicos como instrumentos de opresión ya había hablado (¡en 1932!) otro
extraordinario libro, Un mundo feliz, de Huxley.
Pero lo que en Orwell
resulta nuevo y profético no es la idea de que con la televisión podemos ver a
personas distantes, sino la de que personas distantes pueden vernos a nosotros.
Es la idea del control a través del circuito cerrado, que se pondría en
práctica en las fábricas, en las cárceles, en los locales públicos, en los
supermercados y en las comunidades fortificadas de la burguesía acomodada; es
esta idea (a la que hoy ya estamos acostumbrados) la que Orwell agita con
energía visionaria. Y a causa de esas ideas, que la historia ha ido confirmando
día a día, los lectores han seguido interpretando 1984 como un libro
sobre la actualidad, más que como un libro sobre futuribles. Orwell nos hizo
narrativamente evidente lo que solo más tarde Foucault nos descubriría como la
idea benthamiana del Panóptico, un centro penitenciario donde el que está
encerrado puede ser observado sin poder observar. No obstante, Orwell sugiere
anticipadamente algo más: la amenaza de que el mundo entero se convierte en un
inmenso Panóptico.
Entonces descubrimos el
alcance de la utopía negativa de Orwell y descubrimos por qué – y a muchos les
había parecido puro pasotismo – el escritor nos recuerda que no hay diferencias
entre el régimen de Oceanía, el de Eurasia y el de Estasia. La sátira de Orwell
no solo va dirigida contra el nazismo y el comunismo soviético, sino contra la
propia civilización burguesa de masas.
De hecho, ¿dónde se
producirá una situación en que a la clase dirigente se le imponga un severo
control de su moralidad sobre la base de criterios de eficiencia, mientras a la
clase sometida, los «proles», se les deja amplia libertad de desenfreno,
incluidos no sólo la libre expresión del sexo sino incluso su incentivo
programado a través de la pornografía industrializada? No son los pobres del
régimen soviético (opuestos a la Nomenklatura) los que pueden ver las películas
porno: son los marginados de los países capitalistas – con la diferencia,
ciertamente no secundaria, de que estos comen visten y beben mejor que los «proles»
de Oceanía.
¿Y dónde se ha
desarrollado el Newspeak, la nuevalengua, que reduce léxico y la
sintaxis para reducir la riqueza de las ideas y de los sentimientos? Los países
socialistas han desarrollado una lengua estándar de la ideología y de la
propaganda, hecha de eslóganes y frases hechas, pero si bien esta lengua tiene
la misma finalidad de la nuevalengua orwelliana, no posee una estructura
gramatical. La nueva lengua se parece mucho más a la lengua de los concursos
televisivos, de la prensa popular anglosajona y de la publicidad. Muchas de las
palabras que Orwell presenta en el breve tratado de lingüística que figura modo
de apéndice a su obra (aunque solo se lea en la adaptación del traductor pero,
a primera vista, la impresión, mutatis mutandis, es la misma que se
tiene con un simple cotejo con el original) parecen salidas de la publicidad televisiva,
se asemejan a las palabras que dirigen diariamente al ama de casa y al niño los
vendedores de felicidad con vales de regalo. Me pregunto qué diferencia hay
entre palabras como infrío, dobleplusfrío, viejopensar y barrigasentir
(nuevalengua), y «ilimitado», «dhulicioso»,
«chocobueno» o «refrescancia»…
Y finalmente
(gran idea de Goldstein), Orwell anticipó no sólo la división del mundo en
zonas de influencia con alianzas cambiantes según los casos (¿con quién está
hoy China?) – idea que ya se podía extraer de las crónicas de Yalta –, sino que
vio realmente lo que está sucediendo hoy: que la guerra no es algo que estallará,
sino algo que estalla todos los días, en áreas determinadas, sin que nadie
piense en soluciones definitivas, de modo que los tres grandes grupos en
conflicto puedan lanzarse advertencias, chantajes e invitaciones a la moderación.
Ciertamente, muere gente, e incluso esas muertes se contabilizan, de modo que
la guerra pasa de ser epidémica a endémica. Pero en último término tiene razón
el Hermano Mayor, «la guerra es paz». La propaganda de Oceanía por una vez no
miente: dice una verdad tan ultrajante que nadie consigue entenderla.
Orwell va mucho más
allá de una simple sátira del estalinismo: de hecho, para él no es en absoluto
necesario que el Hermano Mayor exista realmente. Sí era todavía necesario que
Stalin existiese; Andropov, no, y (mientras escribo) algún diario insinúa que
tal vez esté muerto, o postrado en una silla de ruedas; sin embargo, es
completamente irrelevante que recobre la salud o que se celebren sus exequias
en la plaza Roja. El problema es que al fin y al cabo también es irrelevante
quién es el presidente de Estados Unidos o quién manda realmente en China (con
independencia de las distintas técnicas que cada potencia elabora para obtener
el consenso interno). Orwell intuyo que en el futuro-presente del que habla se
despliega el poder de los grandes sistemas supranacionales y que la lógica del
poder ya no es, como en tiempos de Napoleón, la lógica de un hombre. El hermano
mayor sirve porque también es necesario tener un objeto de amor pero basta que
sea una imagen televisiva.
Todo esto explica la
fascinación que ejerce esta novela, aunque – y creo que en este momento se
puede decir sin miedo a ser tachado de antiorwellianos – no se trata en
absoluto de una obra maestra de la literatura. Su moralismo es más proclamado
en voz alta que afirmado con los hechos, el estilo no supera al de una buena
novela de acción y sin duda Le Carré, desde un punto de vista narrativo, lo
haría hoy mejor. Todo en la obra, hasta sus páginas más fascinantes, nos
recuerda algo ya visto, y piénsese, solo a modo de ejemplo, en Kafka. Las
páginas dedicadas a la tortura, al sutil vínculo de amor que une al torturado y
al torturador, ya las hemos leído en algún otro sitio, por lo menos en Sade. La
idea de que la víctima de un proceso ideológico no solo ha de confesar sino que
ha de arrepentirse, convencerse de su error y amar sinceramente a sus
torturadores e identificarse con ellos (y que solo entonces vale la pena
matarla), Orwell nos la presenta como si fuera nueva, pero no lo es: es una
práctica constante de todas las inquisiciones que se respeten.
Sin embargo, en un
determinado momento, la indignación y la energía visionaria dominan al autor y
le hacen ir más allá de la «literatura», de modo que Orwell no escribe tan solo
una obra narrativa, sino un cult book, un libro mítico.
Las páginas sobre la
tortura de Winston Smith son terribles, tienen justamente una grandeza de culto,
y la figura de su torturador nos corta la respiración, porque también lo hemos
visto en algún otro sitio, aunque se ha disfrazado, y en cierto modo ya hemos
participado en esta liturgia, y nos tememos que de repente el torturador se
revele y aparezcan nuestro lado, o delante de nosotros y no sonrías con
infinita ternura.
Y cuando Winston
finalmente, apestando a ginebra, llora contemplando el rostro del Hermano
Mayor, y lo ama sinceramente, nos preguntamos si también nosotros estamos
amando (bajo cualquier imagen) nuestra Necesidad.
Aquí ya no estamos
(solo) ante lo que habitualmente reconocemos como «literatura» e identificamos
con la buena escritura. Aquí estamos, repito, ante energía visionaria.
Y no todas las visiones
se refieren al futuro, o al Más Allá.
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