domingo, 9 de junio de 2019

Orwell, o la energía visionaria - Umberto Eco

Es junio y la novela 1984 de George Orwell cumple 70 años de haber sido publicada; uniéndonos a la conmemoración, les compartimos el prólogo que Umberto Eco escribió en 1984 para la primer edición italiana. 

El texto traducido en español se extrajo de 1984, primera edición de editorial Lumen.

Orwell, o la energía visionaria



Casi por casualidad Eric Arthur Blair decidió elegir, como nom de plume, el de George Orwell (tras haber descartado H. Lewis Allways, Kenneth Miles y P. S. Burton).  Casi por casualidad decidió titular su novela Nineteen Eighty-Four. Al parecer había estado considerando también 1980 y 1982, y se dice que finalmente el título surgió al invertir la fecha de 1948, año en que el escritor redactó la última versión de la novela. Orwell buscaba un futuro lo suficientemente lejano para poder situar en él una historia que hoy en día calificaríamos de ciencia ficción o, mejor aún, una utopía negativa, pero suficientemente cercano para que se cumplieran los temores que realmente le inquietaban, es decir, que antes o después realmente tuviese que suceder algo semejante.
            Pero por casual que fuera la elección de la fecha, también la casualidad, una vez que ha dado origen a un hecho, instaura una necesidad, de modo que una vez llegados al fatídico 1984, ya no podemos sustraernos a los fantasmas que esta fecha evoca. Forman parte de nuestro imaginario colectivo.
            El semanario Times, que en noviembre de 1983 dedicó a Orwell su portada, enumeraba en tono alarmado la enorme cantidad de congresos, seminarios, artículos, ensayos y documentales de televisión que se estaban acumulando en espera del fatídico 1 de enero. Anunciaba una nueva edición crítica de las obras de Orwell, la colocación de una escultura de cera en el Museo Tussaud, una decena de congresos en los que iban a participar desde fans de la ciencia ficción hasta el Instituto Smithsoniano y la Biblioteca del Congreso, la publicación de un Calendario 1984 destinado a documentar «la erosión de las libertades civiles en América» y terminaba temiendo la comercialización de camisetas del doblepensamiento y de una barbacoa a lo Hermano Mayor.
            Hoy sabemos lo que es la emoción de las celebraciones, y las modas no pueden sustraerse a la fascinación de centenarios, bodas de oro y conmemoraciones de difuntos. Pero si tanta locura rodea a este hecho que no sabríamos definir en términos de una celebración codificable (¿cumpleaños, nacimiento, vencimiento, cita?), no es por razones frívolas. El terrible libro de Orwell ha marcado nuestro tiempo, le ha proporcionado una imagen obsesiva, la amenaza de un milenio bastante cercano, y diciendo «vendrá un día…» nos ha implicado a todos en la espera de ese día, sin permitirnos tomar la distancia psicológica necesaria para preguntarnos si el 1984 no ha ocurrido hace ya tiempo.
            Ciertamente son muchos los que han leído este libro como la descripción de un presente, y en este caso como una sátira – así la definió en realidad Orwell, aunque se trata de una sátira sin alegría – del régimen soviético. Es más, en cuanto salió el libro suscitó reacciones opuestas, apasionadas y discordes, y todas más o menos miopes. Unos lo interpretaron como un providencial panfleto de apoyo a la guerra fría, otros como un libelo conservador (olvidando que Orwell se consideró socialista hasta el final), otros – por las mismas razones, pero de signo ideológico opuesto – consideraron a Orwell un lacayo del imperialismo, y hubo quien insistió en la honestidad de ese anarquista herido por la terrible experiencia sufrida como voluntario en la guerra de España, donde el grupo en el que militaba fue expulsado sin piedad por las formaciones comunistas. Así que este torbellino de pasiones ha impedido durante mucho tiempo leer este libro sine ira et studio, para decidir de qué hablaba realmente.
            Digamos también que el libro tiene muy poco – aunque ese poco es muy importante – de profético. Al menos las tres cuartas partes de lo que explica no es utopía negativa, es historia.
            El libro apareció  en 1949, y en aquella fecha no hacía falta tener espíritu profético (a lo sumo, y para un socialista convencido, coraje y lealtad intelectual) para hablar del Hermano Mayor y de su archienemigo, el heresiarca judío Goldstein. La lucha Stalin – Trotski, las grandes purgas, la enciclopedia soviética que reivindicaba para los científicos rusos los grandes descubrimientos científicos del siglo, la atribución al dictador de todas las gestas históricas que habían conducido al triunfo del régimen, incluso la corrección continua de la historia (uno de los hallazgos más populares y estremecedores de la novela): todo esto era ya crónica, aunque eliminada. Tampoco podemos olvidar que en 1940 ya había aparecido El cero y el infinito de Koestler.
            Pero Orwell no solo se estaba recuperando de su decepción como revolucionario y combatiente traicionado, sino que era un inglés que vivía el final de la Segunda Guerra Mundial y la victoria sobre el nazismo: muchas de las atrocidades que se celebran en Oceanía recuerdan costumbres y ritos nazis; piénsese en la pedagogía del odio, en el racismo que separa a los miembros del partido de los «proles», en los niños reunidos en una especie de Hitler-jugend y educados para espiar y para denunciar a sus padres, en el puritanismo de la raza elegida para la que el sexo es únicamente un instrumento eugenésico.
            Lo que hace Orwell no es tanto inventar un futuro posible pero increíble, como realizar una labor de collage sobre un pasado absolutamente creíble porque ya ha sido posible. E insinuar la sospecha (tal como sugiere que los regímenes de los tres superestados en guerra continua sean sustancialmente iguales) de que el monstruo de nuestro siglo es la dictadura totalitaria y que, con respecto al mecanismo fatal del totalitarismo, las diferencias ideológicas en el fondo cuentan muy poco. Así interpreta 1984, por ejemplo, Bertrand Russell.
            Esta es sin duda una de las buenas razones que han convertido el libro en un grito de alarma, una llamada de atención y una denuncia, y es también por esto por lo que el libro ha fascinado a decenas de millones de lectores en todo el mundo. Sin embargo, creo que hay otra razón, más profunda. Y es que a lo largo de casi cuatro décadas (las que nos separan de la publicación de 1984) se ha ido abriendo paso la impresión de que el libro, si bien por un lado hablaba de lo que ya había sucedido, por el otro, más que hablar de lo que podría suceder hablaba, de lo que estaba sucediendo.
 Tómese el indicador más evidente y luminoso: la televisión. Baird proyecta su primer televisor en 1926, las primeras transmisiones experimentales se realizan hacia 1935, en Inglaterra y en América se empieza a hablar de televisión no experimental después de la guerra; de modo que Orwell pone en escena algo que todavía no es un instrumento de masas pero que ya existe, y no está haciendo ciencia ficción. Que a través de los nuevos medios de comunicación se pudiese recibir adoctrinamiento no era una utopía negativa: la filosofía goebbelsiana de la radio como instrumento de propaganda y de control ideológico ya había sido ampliamente discutida; Adorno y Horkheimer comienzan la Dialéctica de la Ilustración en 1942; y de los prodigios tecnológicos como instrumentos de opresión ya había hablado (¡en 1932!) otro extraordinario libro, Un mundo feliz, de Huxley.
Pero lo que en Orwell resulta nuevo y profético no es la idea de que con la televisión podemos ver a personas distantes, sino la de que personas distantes pueden vernos a nosotros. Es la idea del control a través del circuito cerrado, que se pondría en práctica en las fábricas, en las cárceles, en los locales públicos, en los supermercados y en las comunidades fortificadas de la burguesía acomodada; es esta idea (a la que hoy ya estamos acostumbrados) la que Orwell agita con energía visionaria. Y a causa de esas ideas, que la historia ha ido confirmando día a día, los lectores han seguido interpretando 1984 como un libro sobre la actualidad, más que como un libro sobre futuribles. Orwell nos hizo narrativamente evidente lo que solo más tarde Foucault nos descubriría como la idea benthamiana del Panóptico, un centro penitenciario donde el que está encerrado puede ser observado sin poder observar. No obstante, Orwell sugiere anticipadamente algo más: la amenaza de que el mundo entero se convierte en un inmenso Panóptico.
Entonces descubrimos el alcance de la utopía negativa de Orwell y descubrimos por qué – y a muchos les había parecido puro pasotismo – el escritor nos recuerda que no hay diferencias entre el régimen de Oceanía, el de Eurasia y el de Estasia. La sátira de Orwell no solo va dirigida contra el nazismo y el comunismo soviético, sino contra la propia civilización burguesa de masas.
De hecho, ¿dónde se producirá una situación en que a la clase dirigente se le imponga un severo control de su moralidad sobre la base de criterios de eficiencia, mientras a la clase sometida, los «proles», se les deja amplia libertad de desenfreno, incluidos no sólo la libre expresión del sexo sino incluso su incentivo programado a través de la pornografía industrializada? No son los pobres del régimen soviético (opuestos a la Nomenklatura) los que pueden ver las películas porno: son los marginados de los países capitalistas – con la diferencia, ciertamente no secundaria, de que estos comen visten y beben mejor que los «proles» de Oceanía.
¿Y dónde se ha desarrollado el Newspeak, la nuevalengua, que reduce léxico y la sintaxis para reducir la riqueza de las ideas y de los sentimientos? Los países socialistas han desarrollado una lengua estándar de la ideología y de la propaganda, hecha de eslóganes y frases hechas, pero si bien esta lengua tiene la misma finalidad de la nuevalengua orwelliana, no posee una estructura gramatical. La nueva lengua se parece mucho más a la lengua de los concursos televisivos, de la prensa popular anglosajona y de la publicidad. Muchas de las palabras que Orwell presenta en el breve tratado de lingüística que figura modo de apéndice a su obra (aunque solo se lea en la adaptación del traductor pero, a primera vista, la impresión, mutatis mutandis, es la misma que se tiene con un simple cotejo con el original) parecen salidas de la publicidad televisiva, se asemejan a las palabras que dirigen diariamente al ama de casa y al niño los vendedores de felicidad con vales de regalo. Me pregunto qué diferencia hay entre palabras como infrío, dobleplusfrío, viejopensar y barrigasentir (nuevalengua), y «ilimitado»,  «dhulicioso», «chocobueno» o «refrescancia»…
  Y finalmente (gran idea de Goldstein), Orwell anticipó no sólo la división del mundo en zonas de influencia con alianzas cambiantes según los casos (¿con quién está hoy China?) – idea que ya se podía extraer de las crónicas de Yalta –, sino que vio realmente lo que está sucediendo hoy: que la guerra no es algo que estallará, sino algo que estalla todos los días, en áreas determinadas, sin que nadie piense en soluciones definitivas, de modo que los tres grandes grupos en conflicto puedan lanzarse advertencias, chantajes e invitaciones a la moderación. Ciertamente, muere gente, e incluso esas muertes se contabilizan, de modo que la guerra pasa de ser epidémica a endémica. Pero en último término tiene razón el Hermano Mayor, «la guerra es paz». La propaganda de Oceanía por una vez no miente: dice una verdad tan ultrajante que nadie consigue entenderla.
Orwell va mucho más allá de una simple sátira del estalinismo: de hecho, para él no es en absoluto necesario que el Hermano Mayor exista realmente. Sí era todavía necesario que Stalin existiese; Andropov, no, y (mientras escribo) algún diario insinúa que tal vez esté muerto, o postrado en una silla de ruedas; sin embargo, es completamente irrelevante que recobre la salud o que se celebren sus exequias en la plaza Roja. El problema es que al fin y al cabo también es irrelevante quién es el presidente de Estados Unidos o quién manda realmente en China (con independencia de las distintas técnicas que cada potencia elabora para obtener el consenso interno). Orwell intuyo que en el futuro-presente del que habla se despliega el poder de los grandes sistemas supranacionales y que la lógica del poder ya no es, como en tiempos de Napoleón, la lógica de un hombre. El hermano mayor sirve porque también es necesario tener un objeto de amor pero basta que sea una imagen televisiva.
Todo esto explica la fascinación que ejerce esta novela, aunque – y creo que en este momento se puede decir sin miedo a ser tachado de antiorwellianos – no se trata en absoluto de una obra maestra de la literatura. Su moralismo es más proclamado en voz alta que afirmado con los hechos, el estilo no supera al de una buena novela de acción y sin duda Le Carré, desde un punto de vista narrativo, lo haría hoy mejor. Todo en la obra, hasta sus páginas más fascinantes, nos recuerda algo ya visto, y piénsese, solo a modo de ejemplo, en Kafka. Las páginas dedicadas a la tortura, al sutil vínculo de amor que une al torturado y al torturador, ya las hemos leído en algún otro sitio, por lo menos en Sade. La idea de que la víctima de un proceso ideológico no solo ha de confesar sino que ha de arrepentirse, convencerse de su error y amar sinceramente a sus torturadores e identificarse con ellos (y que solo entonces vale la pena matarla), Orwell nos la presenta como si fuera nueva, pero no lo es: es una práctica constante de todas las inquisiciones que se respeten.
Sin embargo, en un determinado momento, la indignación y la energía visionaria dominan al autor y le hacen ir más allá de la «literatura», de modo que Orwell no escribe tan solo una obra narrativa, sino un cult book, un libro mítico.
Las páginas sobre la tortura de Winston Smith son terribles, tienen justamente una grandeza de culto, y la figura de su torturador nos corta la respiración, porque también lo hemos visto en algún otro sitio, aunque se ha disfrazado, y en cierto modo ya hemos participado en esta liturgia, y nos tememos que de repente el torturador se revele y aparezcan nuestro lado, o delante de nosotros y no sonrías con infinita ternura.
Y cuando Winston finalmente, apestando a ginebra, llora contemplando el rostro del Hermano Mayor, y lo ama sinceramente, nos preguntamos si también nosotros estamos amando (bajo cualquier imagen) nuestra Necesidad.
Aquí ya no estamos (solo) ante lo que habitualmente reconocemos como «literatura» e identificamos con la buena escritura. Aquí estamos, repito, ante energía visionaria.
Y no todas las visiones se refieren al futuro, o al Más Allá.

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