No éramos tan felices, pero si en las
reuniones de los sábados alguien hubiese preguntado si éramos felices, ella
habría respondido “seguro sí”, o me habría consultado con los ojos antes de
decir “sí”, o tal vez habría dicho directamente “sí”, volteando su largo pelo
rubio hacia mi lado para incitarme a confirmar a todos que éramos felices, que
yo también pensaba que éramos felices. Pero éramos felices. Ya pasó mucho
tiempo y sin embargo, si alguien me preguntase si éramos felices diría que sí,
que éramos, y creo que ella también diría que fuimos muy felices, o que éramos
felices durante aquellos años setenta y cinco, setenta y seis, y hasta bien
entrado el año mil novecientos setenta y ocho, después del último verano.
Salía por las tardes, a las dos, o a las
tres. Siempre los martes, miércoles y jueves, después de mediodía, se
maquillaba, me saludaba con un beso, se iba a hacer puntos y no volvía hasta
las nueve de la noche.
A fin de mes, si había
dinero, no salía a hacer puntos. Entonces, también aquellas tardes de martes a
jueves nos quedábamos charlando, tomando té, o ella se encerraba en el cuarto
para mirar televisión mientras yo trabajaba, o me acostaba a descansar sobre la
hamaca paraguaya que habíamos colgado en el balcón.
Y si faltaba plata, en
la primera semana del mes hacía dos puntos cada tarde: se iba temprano al
centro, hacia algún punto, después volvía a nuestro barrio para hacer otro
punto por Callao, y yo la esperaba sabiendo que aquella noche llegaría más
tarde. Pero siempre teníamos dinero. Hubo caprichos: el viaje a Miami, los
muebles de laca con gamuza amarilla y la manía de andar siempre cambiando de
auto, esos fueron los gastos mayores de la época, y como casi nunca nos faltaba
plata, ella hacía, puntos entre martes y jueves las primeras semanas del mes,
llegaba a casa bien temprano, me daba un beso, se cambiaba y se encerraba a
cocinar.
A veces pienso que por
entonces cada día era tan parecido a los otros, que por esa constancia y esa
semejanza se producía nuestra sensación de felicidad.
Salía temprano. Dejaba el taxi en
Veinticinco de Mayo y Corrientes y se iba caminando hacia Sarmiento; a veces se
entretenía mirando una vidriera de antigüedades, monedas viejas, estampillas.
Serían las tres. Había por ahí hombres parados frente a las pizarras de las
casas de cambio, gente que copia en sus libretas las cotizaciones, y el precio
de los bonos y de los dólares de cada día. Alguno de ésos la miraba.
Entraba al bar de la
esquina de la Bolsa. Se hacía servir un té en la barra y generalmente alguien
la veía y la reconocía y la citaba. Los conocidos la citaban allí, en el bar de
la Bolsa.
Los hombres no podían
olvidarla con facilidad.
Si no conseguía cita,
pagaba el té, dejaba su propina, se iba caminando por Sarmiento, y en algún
quiosco compraba revistas francesas o brasileñas para mirarlas tomando su café
en la confitería Richmond de la calle Florida.
Ahí siempre alguien se
le acercaba. De lo contrario, poco antes de las cuatro, salía a recorrer
Florida hacia la Plaza San Martín mirando vidrieras, o demorándose en las
cercanías del Centro Naval y en los barcitos de la zona, llenos de oficiales de
paso que dejan a sus familias en las bases del sur y sabían de ella.
Si no encontraba un
oficial, seguía hasta Charcas y pasaba por la vieja galería, donde nunca solía
fallar, porque si los mozos del snack bar la veían sola, le presentaban a los
turistas que habían andado por ahí buscando una mujer.
Una mujer. ¿Qué sabrían ellos qué es una
mujer? Yo sí sé. Sé que ella era una mujer. No sé si lo sabrán todos los
hombres que la encontraban en la Bolsa, en la Richmond, en el Centro Naval, o
en algún sitio de su camino entre la Bolsa de Comercio y la galería, pero sé
que algunos lo supieron, y fueron sus amigos, y casi amigos míos fueron –los
conocí–, y me consta que, por conocerla, algunos de ellos aprendieron qué es
una mujer.
Algunas veces se le acercaban hombres de
civil fingiendo que buscaban citas, pero ella los descubría –tenía para eso un
olfato especial–, y les decía que se fuesen a alcahuetear a otro.
Los especiales, los de la División
Moralidad, la dejaban seguir. En cambio, los oficiales nuevos de las
comisarías, recién salidos de los cursos, se ofendían y la llevaban detenida a
la seccional. Allí tenía que hablar con los de la guardia; mostraba las fotos
de publicidad, los documentos, las llaves de casa y las del auto y los jefes le
permitían salir.
¿Qué otra cosa podían
hacer? Una noche llegó a casa con un subcomisario.
Yo la esperaba
trabajando frente a mi escritorio, y cuando oí la cerradura, miré hacia la
puerta para ver su carita sonriente y lo vi a él.
Parecía un profesor de
tenis, o un vividor de mujeres ricas. Él notó la expresión de mi cara al oír
que me lo presentaban como subcomisario y quedó sorprendido, igual que yo. Me
reconoció por aquella película de la Edad Media –la del whisky– como había
pensado que ella vivía sola, miraba mi kimono de yudo, veía el desorden de
papeles sobre mi escritorio, y la miraba a ella, averiguando.
Notó un papel de armar
entre mis libros. Era un papel americano, con los colores de la bandera yanqui
y preguntó si fumábamos. Ella dijo que estaba para ofrecer a las visitas y a él
le pareció bien y siguió curioseando entre los libros. Esa primera vez estuvo
medio trabado, igual que yo, que jamás esperé que me trajera un policía a casa.
Pero después nos
hicimos amigos. Se acostumbró a venir y nos telefoneaba desde el garaje para
anunciar que al rato subiría a tomar algo, o a charlar. Dejaba sus armas en el
auto. Para ellos es obligatorio llevar siempre la pistola en su funda de la
cintura, o en esas carteritas que usan ahora, pero él, por respeto a la casa,
dejaba todo en el garaje.
A veces preguntaba por ella: –¿Y
Franca…? –Parecía amenazarme: “si decís que no está, seguro que me muero…”.
Y yo le explicaba que
estaría haciendo puntos, que pronto llegaría, y lo invitaba con un whisky.
Para no molestar, él se
quitaba los zapatos, se acostaba en el sillón del living y se quedaba ahí
mirando el techo hasta que ella llegara, sólo por verla, aunque estuviesen
esperándolo en su oficina, una sección especial de vigilancia que funcionaba
cerca de casa en la época de la presidencia de Isabel.
Parecía un instructor
de tenis, o el encargado de un yate de lujo. Siempre de sport, bronceado; tenía
cuarenta y dos años, pero parecía menor, de treinta o treinta y cinco. Se
llamaba Solanas.
Fuimos bastante amigos.
No es fácil ahora confesar amistad hacia un policía, pero no ha sido el único.
También siento amistad hacia el inspector Fernández, de la Policía Federal, a
la que llaman la mejor del mundo aunque a él lo tenga destinado a una comisaría
de mala muerte, en un barrio donde jamás nada sucede. A Solanas lo había
conocido haciendo puntos.
Le habrá cobrado, la
primera vez, lo mismo que por entonces les cobraba a todos; serían veinte, o
veinticinco mil pesos: unos cien dólares, quinientos millones de ahora. ¿Cómo
decirlo si el valor del dinero cambia más que cualquier otra costumbre de la
gente…? Desde que se hizo amiga de Solanas y lo empezó a traer a casa, nunca
volvió a cobrarle.
Tampoco creo que haya vuelto a acostarse
con él: ella diferenciaba a los amigos de los puntos, y entre los puntos
distinguía bien a los clientes estables de aquellos hombres ocasionales que
aceptaba sólo cuando veía que se le estaba yendo la tarde sin conseguir un
conocido. Si los entraba a casa, significaba que ya era amiga de los puntos.
Saldrían del hotel, o del departamentito del hombre y entusiasmados, irían a un
bar para seguir charlando. Después, cuando llegaba la hora de volver, ella
querría volver –necesitaba volver–, se haría acompañar hasta la puerta y si
seguía la charla y le seguía el entusiasmo, lo hacía subir a nuestro
departamento.
Cuando está comenzando una amistad, nada
la puede detener. Por eso, al nuevo amigo ella lo hacía pasar, lo presentaba, y
el hombre seguía hablando conmigo mientras ella se cambiaba y se encerraba a
cocinar para los tres.
Los que se hacían
amigos cenaban en casa; a los que no se querían ir, les preparábamos una camita
en el living, y ahí dormían, sin preocuparse por lo que hacíamos en nuestra
habitación.
Hasta venir a nuestro
departamento nunca un cliente sabía de mí. Yo en cambio sabía de ellos porque
Franca me detallaba todo lo que hacía con los puntos. Fue una época. Yo quería
averiguar, conocer más. Sentía curiosidad por entender qué había hecho cada
tarde, y hasta trataba de imitar, por la noche, lo que ella había estado
haciendo con los puntos durante el día.
Por eso conocí, sin
haber ido nunca, todos los hoteles que a ella le gustaban, y hasta podía
imaginarme los departamentitos de los solteros, y la decoración de los
departamentos que alquilan los casados para escaparse un poco de la mujer.
Tenía de cada uno de esos lugares una idea tan nítida como la de Franca, que se
acostaba allí dos o tres veces por mes.
Parece mentira, pero la gente, aún en
las cosas que hace más en la intimidad, se parece entre sí tanto como en las
que hacen porque las vio hacer antes a los vecinos, a sus socios del club o a
los actores de las propagandas de la televisión.
Después dejé de
averiguar. Ella me anunciaba si había hecho algo poco común, aunque eso
sucediera muy pocas veces.
Celos jamás sentí.
Rabia sí; cuando pensé que me mentía, o cuando sospeché que ella agregaba algún
detalle para probar si yo sentía celos.
Con el tiempo aprendí
que así como yo nunca le había mentido, ella tampoco a mí me había mentido, y
por eso, si alguien hubiera preguntado si éramos felices, habría dicho ella,
igual que yo, que sí, que éramos muy felices a pesar de las pequeñas peleas y
de los celos.
Porque ella sí celos sentía.
–¿Qué hiciste hoy…?
–preguntaba al llegar.
–Y… nada… –decía yo,
mostrándole mi yudogui impecable, el cinturón recién planchado, el escritorio
cubierto de fichas y de notas, y el mate frío junto a mi cenicero lleno de
filtros de cigarrillos terminados.
–Nada… volvía a
decirle, disimulando la sonrisa que me nacía al pensar que ella había andado
por ahí creyendo que esa tarde yo habría sido capaz de salir o de hacer algo
diferente de cualquier otra tarde de mi vida.
–¿Qué hiciste hoy?
¿Quién estuvo esta tarde? –volvía a preguntar.
–Y… nadie, Franca,
nadie –le repetía yo.
¿Quién iría a estar? –¡Mentiras…! –decía
ella–. ¡Mentiras! Te leo en los ojos que hubo alguien. –No. No hubo nadie
Franca –le decía, y ya sin sonreír, porque sabía cómo iba a terminar todo eso,
empezaba a mirarle los ojos verdes, para que al comprobar que resistía su
mirada, ella entendiese que no tenía nada que ocultarle, que nadie había
venido, y que yo, aquella tarde, no había hecho nada distinto a lo de todas las
otras tardes de la semana.
Entonces ella dejaba de mirarme. Sus
ojos verdes se fijaban en la pared y yo veía sólo la parte blanca de los ojos
que empezaba a nublarse por lágrimas mezcladas con rimmel aceitoso disuelto.
(Había algo loco en eso
de mirar siempre hacia un costado, siempre al mismo costado, como si la pintura
de la pared, o la pintura de los cuadros colgantes de la pared, pudiese
responder sus preguntas: “¿Quién vino?” “¿Dónde fuiste?”). Y yo quería
consolarla.
Alzaba un brazo, trataba de acariciarle
el pelo, pero ella se volvía más hacia la pared y miraba algún cuadro, o peor,
al zócalo directamente. Gritaba: –¡Ves que siempre mentís! ¿Ves que mentís?
–volvía a gritar, como si la pared le hubiese confirmado que yo mentía. (Yo no
mentía.)
–No nena… No te miento…
–juraba yo, riendo, pero ella lloraba cada vez más fuerte y me decía entre
sollozos que se iba a ir con un punto que le había prometido un departamento en
Manhattan, con otro que la invitaba a un viaje por islas del Caribe, o con
aquél que le ofrecía pasar el verano en su estancia del Brasil.
¿Cómo no iba a reír si
siempre amenazaba igual: el Brasil, las islas del Caribe, el departamento
“studio” en la isla de Manhattan…? Pero debía haber evitado reír. Era peor:
ella gritaba más: –¿Ves…? –preguntaba–. ¡Te reís! –se respondía. Y explicaba–:
¡Quiere decir que no te importa que me vaya…! Quiere decir que vos no me
querés… ¡Que nunca me quisiste! ¡Das asco! –No nena… –hablaba yo–: ¡No peliés!
–rogaba. Yo había dejado de reír, pero ella no había dejado de llorar.
–¿Cómo que no peliés? –decía–. ¡Cómo
querés que no pelee si me mentís! –Y me miraba y me gritaba:¡Sos insensible!
–protestaba cada vez más, gritando más.
Entonces yo miraba la
hora y calculaba. Sentía el paso del tiempo. .. Sentía que perderíamos la cena.
Y ella miraba mi
escritorio –venía hacia mí y yo temía que comenzase a destrozar los libros, o a
revolverme los papeles, o peor, que como muchas veces, acabara tirando el
cenicero y mi mate al piso, aunque después ella misma tuviese que juntar la
ceniza y los restos de yerba, y fregar la mancha verdosa que impregnaría la
alfombra. Procuraba proteger mi escritorio; cubría todo con mis brazos
abiertos.
–¡No sigás…! –rogaba
yo.
Pero seguía, ella. Tac,
un libro. Trac: el cenicero. Tlaf: el mate de boca contra la alfombra; todo
caía. Y yo me controlaba, me relajaba, trataba de calmarla. Imposible: nunca se
calmaba.
Entonces dejaba mi
escritorio; iba hacia ella, le aplicaba una palanca de radio–cúbito, y la
llevaba encorvada hacia el sofá. Trabándola contra los almohadones, sobre el
sofá o sobre la alfombra, evitaba que se lastimase tratando de librarse de mi
palanca.
–Calmáte amor… no
sigas… –le pedía entonces, hablándole contra la oreja.
Pero ella gritaba más:
que la iba a matar, que la quería matar. Y yo pensaba en los vecinos,
intentando callarla, y aplastaba su boca contra los almohadones. Era peor: se
sacudía, gritaba más.
Entonces le vendaba la
boca con mi cinturón, tensaba el cinturón bajo su pelo, por la nuca, y con sus
cabos le ataba las manos contra la espalda. Inmóvil, podía decirle lentamente
que la quería, que nadie había venido, que yo no había salido y que sabía que
nunca me cambiaría por el de Brasil, ni por nadie y ella dejaba de forcejear y
yo apagaba la lámpara y me desnudaba.
Le hablaba despacito.
La desnudaba y antes de desatar el cinturón le acariciaba el cuello y los
brazos para probar si estaba relajada. Sólo la castigaba si hacía algún ruido o
intentos de gritar por la nariz que pudiesen alarmar a los vecinos.
Cuando se ponía bien
soltaba el nudo, la besaba, le besaba los ojos y la cara, acariciaba todo su
cuerpo y la sentía todavía sollozar, o temblar –eran los ecos de tanto que
había llorado y gritado y nos besábamos las bocas, y ella empezaba a reír
porque reconocía en mi boca el gusto de sus lágrimas mezclado con gusto de
tabaco y de rimmel, y así nos abrazábamos como jamás debió haberse abrazado con
sus puntos y nos íbamos al cuarto, o a la hamaca, y nos quedábamos por horas
amándonos, o hamacándonos hasta que el hambre, la sed o mis absurdas ganas de
fumar nos obligaban a separarnos.
Esas noches no
cocinaba. Después del baño bajábamos a un restaurante del barrio y nos
sentíamos felices.
La gente, desde las otras mesas, nos
notaría felices y pasábamos días y semanas enteras felices sin pelear.
Si le quedaban marcas,
reprochaba –¡Qué van a pensar…! –decía, riéndose, reconociendo que ella había
tenido la culpa.
Y nos divertíamos pensando que a los
puntos de esa semana, las marcas del cuello, la espalda y las muñecas los
entusiasmarían más.
Decía que le contaba a
algunos –a los que le parecían más sensibles–, que el hombre que vivía con ella
se emborrachaba y le pegaba. Que algunas veces debían llevarla desmayada al
hospital. Que no se separaba ni se atrevía a abandonarlo porque el tipo era un
asesino y que estaba segura de que tarde o temprano terminaría matándola.
A otros les hacía creer
que se había lastimado en una caída del caballo.
Tenía un caballo en el
Club Hípico Alemán de Palermo. Lunes y sábados se iba a practicar equitación.
Le hacía bien eso a ella, como a mí me hacían bien las prácticas de yudo.
Toda la gente debería practicar un
deporte violento: teniendo el cuerpo tenso y fortalecido se está mejor de la cabeza,
se respira y se duerme mejor, se fuma menos y la vida comienza a parecerse más
a lo que debe ser la verdadera felicidad.
El caballo era un
alazán. Se llamaba Macri; no sé por qué. Lo conocí un sábado, mientras la
esperaba cerca del lago. Ella desmontó, vino hacia mí trayéndolo por una
rienda, y cuando dejé el auto para besarla, el animal olió mi pelo, resopló, y
se puso a golpear, nervioso, el suelo con las patas.
Nunca, dijo ella, se
había portado así. Era un caballo que tenía fama de noble y manso, pero algo de
mí debía ponerlo mal, porque las pocas veces que me tuvo cerca reaccionó igual:
resoplaba, pisoteaba nervioso el césped con sus cascos.
La seguían militares
por Palermo. A ella no le gustaban los militares, pero los lunes y los sábados
–los días de ella–, muchos van por ahí probando sus caballos.
Se le arrimaban. Trataban de hacer
citas.
Siempre los rechazaba.
Nunca hizo puntos por Palermo, ni en el
Hípico.
Para ella los caballos,
especialmente su caballo, eran una pasión.
El cuidador del Macri, lo supimos
después, era suboficial de Ejército. Se ocupaba de eso para reforzar su pequeño
sueldito de fin de mes.
Yo luchaba con un
capitán. Por mi peso –sesenta y dos kilos–, nunca encontraba en la academia con
quién luchar. A veces probaba con mujeres, pero no tenían técnica ni fuerza.
Había muchachos jóvenes, de mi peso, con fuerza y con técnica, pero sin la
madurez y la concentración que se logran en el yudo sólo mediante años de
práctica.
Entonces debía buscar
gente de más peso. El capitán –setenta kilos era un hombre moreno y bajito.
Cuando Fukuma nos presentó, y durante el saludo, miró mi cinturón y habrá
pensado que el maestro le pedía, como favor, que me probase.
Gané los seis primeros
lances seguidos. Siempre ganaba.
Una tarde, practicando
retenciones, le apliqué algunas técnicas de hapkido y lo noté desesperado por
salir. Cuando le hacía un “ojal” con la solapa de su yudogui argentino de
loneta, no bien sentía que la circulación cerebral se le dificultaba, en vez de
golpear para que lo dejase salir, me clavaba sus ojitos negros reticulados de
capilares rojos y yo veía una mirada de odio distinta a la de Franca, no sólo a
causa del contraste con el hermoso color verde de ella, sino también porque se
entendía que en aquel hombre nadie podría transformar el odio en un sentimiento
más elaborado.
Mucha gente jamás comprenderá el
deporte.
Ahora permiten
federarse y competir en torneos a personas llenas de ideas agresivas, a quienes
la experiencia del triunfo y el fracaso no les sirven de nada.
Habría que averiguar bien qué entiende
alguien por éxito y derrota antes de autorizarlo a combatir o a darle un rango
que habilita para formar discípulos. De lo contrario, en pocos años, terminarán
por desvirtuarse los principios de las artes marciales.
Perder es aprender.
Esto me lo enseñó Fukuma, que lo aprendió del maestro Murita, dan imperial que
nunca autorizó la ostentación de colores de rangos en su dojo.
“Si yo tuviera tanta fuerza y tanta
habilidad…” –decía ella, refiriéndose a mis palancas y mis técnicas.
Pero jamás pudo
aprender. Compró kimono, pagó matrícula y el primer mes de un curso con Fukuma,
pero al cabo de cuatro clases desistió reconociendo que no alcanzaba a
comprender los fundamentos de nuestro deporte.
Franca había nacido
para los caballos.
Calculó Olda Ferrer que
yo podría ganar una fortuna instalando un gimnasio.
–¿Cuánto ganaría? –le
pregunté.
–Mucho –decía ella,
mientras su marido, un psicoanalista, aconsejaba a Franca que me impulsase a
tomar discípulos.
Para los psicoanalistas,
poner un cartelito y arreglar un local donde otra gente pague por asistir es un
ideal de la vida humana, que resulta aún más elevado si el lugar se llama
“instituto” y el dinero que los clientes pagan es mucho.
–¿Pero cuánto es mucho?
–pregunté a la Ferrer, que era una economista bastante conocida, y calculó una
cifra: –Diez mil, para empezar. Después más, veinte, o treinta mil…
Dijo eso o cualquier
otro número; no sé cuánto valía el dinero por entonces. Recuerdo en cambio que
Franca me guiñaba los ojos, porque durante el mes anterior ella había producido
treinta y cinco mil sin poner instituto ni perder tiempo preparando discípulos
incapaces de alcanzar objetivo alguno. Pero una vez casi me instalo. Se lo dije
a Fukuma. El viejo recomendaba que sí:
–¡Metéte! –dijo, y era
gracioso oírlo, porque a causa de su acento, “metéte” nos parecía una palabra
japonesa, mientras que a él le sonaría tan natural y tan argentina como
cualquiera de las palabras del español que siempre pronunciaba mal.
Sucedió en 1975. Estaba intervenida la
universidad y echaban a los profesores porque en la facultad habían tolerado a
los grupitos de estudiantes que se mezclaron con la guerrilla.
Pensé que me
despedirían también a mí. En el segundo cuatrimestre cambié el turno de mis
clases y comencé a dictar los teóricos en este horario de lunes y sábados entre
ocho y diez de la mañana. Con los nuevos horarios venían menos alumnos, y como
las autoridades de la intervención siempre llegaban tarde y nunca me veían, se
fueron olvidando de mí y no tuve necesidad de “meter” un instituto.
Calculaba así: “si con
cuatro horas semanales gano mil, y con cuarenta horas ganaría diez mil, cambiar
no me conviene”. Las cifras son falsas: nadie recuerda cuánto ganaba por
entonces.
Hay algo que se aprende
con el estudio de las artes marciales: actuar sobre las partes del enemigo que
ofrecen menos resistencia.
Escribí “partes”. Una traducción
correcta del japonés habría elegido la palabra “puntos”.
Franca reiría si leyese estas notas.
Hablé una tarde con el
capitán. Le conté lo que ocurría en la Universidad y hablé de mis temores por
mí, por Franca. Prometió ayudarme.
Al tiempo, vino a
decirme que había hecho averiguaciones y que como yo no tenía antecedentes, no
debía preocuparme.
Pero a mediados del
setenta y siete, cuando desapareció un chico del gimnasio al que también le
había prometido que no necesitaba preocuparse porque no tenía antecedentes,
llamé a Solanas y él me llevó, sin que Franca supiese, a la oficina aquella a
blanquear.
“Blanquear” quería
decir contar lo que uno pensaba, lo que sabía que pensaban o hacían los otros y
lo que pensaba que hacían, pensaban o sabían los otros. El hombre de la
oficina, un canoso muy alto que debía ser el jefe, después de hablar y
preguntar durante más de tres horas, aconsejó que si algún día me llevaban
tenía que convencerlos de que había blanqueado, y reclamar que revisaran mis
hojas en el batallón trescientos y pico. Después Solanas me aclaró que haber
blanqueado no garantizaba nada, que no se podía poner las manos en el fuego por
nadie y que todo aquel trámite “en el
mejor de los casos”, podía ser una ayuda.
Creo que todos vieron
lo que fue pasando durante aquellos años. Muchos dicen que recién ahora se
enteran. Otros, más decentes, dicen que siempre lo supieron, pero que recién
ahora lo comprenden. Pocos quieren reconocer que siempre lo supieron y siempre
lo entendieron, y que si ahora piensan o dicen pensar cosas diferentes, es
porque se ha hecho una costumbre hablar o pensar distinto, como antes se había
vuelto costumbre aparentar que no se sabía, o hacer creer que se sabía, pero
que no se comprendía.
Se lo aprende en la
vida, o en el dojo: siempre es igual que antes. Para la gente, lo importante es
vivir mirando hacia donde los otros le señalan, como si nada sucediera detrás,
o más adelante.
Si cuando sucedía
aquello había que pensar otra cosa, ahora, que hay que pensar en lo que
entonces sucedía, indica que no habrá que mirar ni pensar las cosas que suceden
en este momento.
Ochenta y tres. Empieza otro año y
llegan nuevas promociones de alumnos. Cada cuatrimestre los estudiantes me
parecen más jóvenes, más niños. Es porque en mi memoria los alumnos de antes
han seguido creciendo o envejeciendo, aunque nunca los haya vuelto a ver.
En mi memoria crecen y
encanecen muchachos y muchachas que murieron poco después de aprobar el examen
final, hace cinco o diez años.
Mi memoria de mí
continúa intacta. Me imagino como el día que comencé en la cátedra, hace ya
doce años.
Tenía veintisiete.
Franca tampoco
envejeció. Tiene treinta y nueve, mi edad. Hace puntos aún, pero jura que el
marido no lo sabe.
Vive con él, con los
hijitos que tuvieron con él, y con la suegra, que los cuida.
La veo muy pocas veces.
Pregunto cómo no pudimos seguir siendo felices.
Ella protesta que es
feliz, que ya no siente celos, y que ahora es él –el marido– quien siente
celos. Sabe que ella hacía puntos, pero no sabe, o finge que no sabe, que sigue
haciendo puntos ahora. Ella dice que él nunca conocerá lo nuestro, porque si se
enterase la echaría de la casa, le quitaría los hijos o haría cualquier locura.
Lo cree capaz.
Cuenta que, salvo alguna situación en la
que debió entrar para satisfacer caprichos de los clientes, jamás ha vuelto a
acostarse con mujeres, y que yo fui la única por quién sintió algo frente y
sincero en la vida.
Le creo.
Creer, o no creer, no
me hace más ni menos feliz, Claudia volvió a leer hasta aquí y quiere saber si
éramos felices. Digo que sí: –Como con vos. Igual que con vos, Claudia –le digo
y me parece que está por volver a llorar.
¿Llorará? A veces
llora.
–No Claudia, celos no,
por favor –le ruego, porque siento que comienza a llorar.
Y ella me jura que no
son celos de mí, ni de la otra, sino celos de un tiempo en el que fuimos muy
felices y ella no estaba conmigo.
–Y ahora, Claudia
–pregunto–: ¿No somos felices? Desde el rincón del living me mira sin hablar.
Recién llega de hacer
sus puntos y se ha puesto a ordenar los discos. Después de un rato dice: –Sí…
somos felices… Pero quisiera que todo esto se te borre de la podrida cabeza…
Y yo soplo. (Algo así
ha de haber sentido el caballito de Franca Charreau.) Ella no pudo oírme, pero
se acerca. Adivino qué va a ocurrir.
Acerté.
Se arrima al
escritorio. Espía lo que escribo.
Revuelve mis papeles y
empieza, como siempre, a hablar de Franca.
–¡Esa puta…! Andaba con
mujeres… ¡Se encamaba con todas las putas reventadas de Buenos Aires…! Cuando
se pone así, Claudia siempre habla así.
Después me dice que soy
una estúpida, una imbécil, y vuelve a repetir que Franca era una puta.
–Igual que vos, mi amor
–le digo. Estoy serena. ¿Será necesario que alguna vez pierda el control y que
me exalte para calmarla? –Dudás de mí –me dice y llora–: ¡No creés en mí! –No
nena –digo–, nunca dudé de vos.
–Claro –responde–, es porque estás segura,
porque salís con otras… Porque te ves con esa puta de Franca… Por eso…
Y llora y habla a
gritos. ¿Tendré que interpretar? Interpreto: –No, nena, no es así. La que
quiere salir con otras debés ser vos… No yo… Yo estoy muy bien en mi
escritorio… Te ponés mal… estás haciendo esto –digo para sentirte mal, para no
estar mejor conmigo…
–Y ella… ¿Podía estar
bien con vos? –pregunta y me golpea el escritorio.
–Sí, Claudia –digo
temiendo que vuelva a romper algo–, como vos: a veces, como vos hoy, ella
tampoco podía… Ella no sabe controlar sus reacciones. Tampoco yo sé controlar
mis no–reacciones. Si actuase como ella desea, todo sería distinto. Más
violento y confuso –más peligroso pero tal vez sería mejor. Apagaré la luz.
Veo su silueta moverse
en la semipenumbra del living y reconozco su intención. Amenazo: –Si seguís,
Claudia, sabés lo que te va a pasar…
Pero sigue:
–Sos una mierda… ¡Sos
una mierda! ¡Sos una renga borracha y podrida como las cosas que escribís…! Y
grita. Grita cada vez más: –Sos una puta como Franca… –Ahora todos los vecinos
la escucharán.
Odio sus miradas
indiferentes en el ascensor, o en el palier. Atentos, educados, fingen no
habernos oído nunca. Así son ellos: viven fingiendo, ocultando lo que ocurre
detrás. ¿Cómo en el cine? Como en un cine. Como en la vida.
Que termine. Por los
vecinos, pido. Que no quiero más humillaciones con los vecinos, digo.
Sigue:
–Podrida… Renga… ¡Como
lo que escribís…! ¡Era una puta…! Grita más, sigue gritando hasta que dejo mi
silla, la sorprendo por detrás y le cruzo el antebrazo contra la boca haciendo
firme su muñeca con el cabo del cinturón. Ya no la pueden oír.
Grita por la nariz.
Entiendo cada una de sus sílabas: “Borracha”, “renga”, “podrida”, “curda”.
¡Tantas veces la oí! La
vuelco sobre los almohadones. Se arquea.
Golpea su frente y las
orejas contra la alfombra y contra las patas del sofá. No es fácil sujetarla.
Se marcará.
Cuando termino de atar
sus manos me desnudo, manteniéndola quieta con mi pierna apoyada en su cintura.
Chilla por la nariz, sacude la cabeza. Todo retumba.
Después, desnuda,
comienzo a desnudarla. No es fácil; Claudia es fuerte –pesa cincuenta y ocho–,
se mueve y se resiste. Comienzo a acariciarla. Beso sus lágrimas. Beso sus
ojos, beso su pelo húmedo y siento el gusto de su sangre: otra vez se le han
abierto las cicatrices de la sien.
La abrazo.
Siento cómo se va
calmando lentamente.
Entonces paso mis manos
tras su espalda y desato el cinturón. La mano libre de ella se clava en mi
cintura, bajo la espalda. Me hiere con sus uñas, pero se está calmando.
Después se aquieta y nos besamos. Se
mezclan gustos en nuestras bocas: las lágrimas, la sangre y los restos de rimmel y de lápiz de labios. Nos
abrazamos más. Nos apretamos cada vez más y vamos abrazadas a la hamaca o al
cuarto, para hamacarnos, o acariciarnos. Ríe. Reímos juntas y más tarde,
después del baño, cuando salimos a comer, vuelve a reír al recordar la escena
de esta noche y yo río a la par y la gente nos mira reír ¿Pensarán todos que
somos muy felices? Tal vez.
Pero aquí nadie nos
conoce. Los que solían comer en estos restaurantes ya no andan más por nuestro
barrio.
–Todo cambia –le digo,
y querría que entendiese que no le estoy diciendo cualquier frase, que en estas
dos palabras hay una enseñanza que ella, algún día, deberá aprender.
–Soy feliz… –me dice,
como si hubiera comprendido y confiesa que si encontrase un hombre capaz de
darle la cuarta parte de la felicidad que ha tenido conmigo, se iría con él,
porque soy una borracha podrida que sólo sabe destruir, y repite que soy una
borracha, que algún día me olvidará como seguramente Franca me ha olvidado.
Y yo río. (¡Tantas
veces la gente del restaurante me habrá visto reír…!) Río porque ella está
simulando una pelea para probarme –para provocarme–, pero cuando pregunta por
qué río, miento y respondo que me río de ella, porque si confesase que río de
un país, de una ciudad, de un restaurante y de sus mesas semejantes donde la
gente come menús idénticos al nuestro y todo nos parece natural, o real, ella
no me creería, sentiría que la engaño y hasta sería capaz de reiniciar otra de
sus escenas de violencia.
(1983)