jueves, 27 de junio de 2019

Amor posesivo


Por: Gerardo Lima Molina


Siempre luce implacable, tan elegante como una estatua de viejas eras. Pasan las estaciones y ella normal, saludable, erguida, con el mejor semblante del barrio. No hay nada que se le pueda achacar. Higiene, limpieza, porte, educación, belleza clásica, distinción… Nada le falta. En ella se percibe la delicada sonrisa de la vida calamitosa pero feliz: hay vitalidad a su alrededor; el sol resplandece como en la primavera más dulce y suave; las nubes se atiborran igual que un grupo de dóciles borregos esperando a ser trasquilados; nunca escasea el brebaje adecuado para saciar la sed, su sed. Más lo que cuento tiene un sesgo: yo la amo.
            Nació en el siglo pasado, eso afirma en su afán de guardar las apariencias. La verdad es que ella disfrutaba de su infancia en los últimos años del siglo XVIII. Sus padres eran colonos del norte, expulsados por sus creencias poco ortodoxas. Las ramas de su familia se extendieron por toda la Costa Este, desde Nueva York hasta Galveston y más al sur. Será cierto, pues sus huellas se han dejado sentir en tantas regiones que no es disparatado pensar en un familiar suyo perdido en, por ejemplo. Brasil.
            Ella, sin embargo, vive en la ciudad de P., en el centro de México. No puedo decir dónde con exactitud, porque pecaría de indiscreto. Algún avispado con seguridad la reconocerá o habrá escuchado hablar de ella. En fin, lo importante no son sus orígenes ni su lugar de descanso, sino su sustancia.
            Su aspecto exterior, ya lo he mencionado, es impoluto. Las aventuras de su alma relampaguean como si nunca hubieran conocido mancha. De su continente se pueden extraer altas dosis de belleza, y de asombro, de sublimidad, si es que tal palabra existe. Ella parece una señora de gran alcurnia habitando el cuerpo de una jovencita de dieciséis o diecisiete años; llena de vida; rebosante de sinuosidades excelsas, de secretos en su mirada y en su sonrisa. Ella es la perfecta criatura, y yo soy su perfecto adorador.
            Seré un hereje: ella es mi religión y, como adepto, sólo puedo cantarle himnos y alabanzas. Su naturaleza tiene tantas aristas que superan las  simples alturas. Yo no la enalteceré, sino que la honraré sabiendo lo que es: una creación delirante, impetuosa, magnífica y peligrosa. Me apena hablar de ella a sus espaldas, pero no soy capaz de soportar todo el tiempo la visión de su fachada.
            Sus habitaciones son con exactitud trece. Trece cuartos donde ha ocurrido tal cantidad de cosas que uno es afortunado por tan solo conocerla a ella, la casa, desde fuera. Ahí han residido, caminado y dormido personajes horripilantísimos, como para hacer perder el sueño hasta el más descreído y fuerte de los hombres. Asquerosidades de narices retorcidas, de gigantescas orejas, de rostros deformes y protuberancias abominables han alquilado, a lo largo de las décadas, las estancias de ésa, mi hermosa morada.
            He comenzado al revés, contando como es la parte superior antes de la inferior, porque la emoción me gana: arriba es donde han muerto más personas, donde ocurren las cosas más extrañas, y eso me excita, me pone tan nervioso que las rodillas me tiemblan y casi puedo sentir en el pantalón mis… emociones. Bien, continúo: en las habitaciones superiores ha dormido hombres y mujeres de malísima reputación: necrófagos, parricidas, madres que disfrutan ahorcando o violando a sus pequeños retoños, padres que han exterminado a su familia con una escopeta o con un set de cuchillos, vejetes pervertidos que dejaron veneno y ácido en dulces donados a un orfanato, médicos que inyectaron a pacientes con fórmulas mortales para apreciar el delicado gusto del sufrimiento de sus familiares. Exquisitas habitaciones para un público selecto, no hay duda.
            La planta baja la componen una elegante sala, el hall, una enorme cocina, un living y una biblioteca abarrotada de tomos forrados en piel negra, borgoña y de tonos marrones. En realidad, la estructura inferior forma parte de un complejo de cuartos de tortura y violación, aposentos dedicados al voyerismo violento y mórbido. En la cocina se ha preparado la carne de infantes, jovencitas y mancebos gordos; se desollaron pieles de niños suficientes como para llenar al casa con la mejor tapicería, ya fuera en las mamparas o en los sillones, de modo que lucieran en verdad antiguos y rebosantes de clases. Además, la sangre que escurrió por las coladeras de los baños fue tanta que permitiría creer en conversiones pluviales de tipo bíblicos: ríos de sangre.
            La casa, es lamentable, nunca ha tenido jardines. De haber contado con ellos estoy seguro que habría muchísimas cosas que añadir. Pero esta carencia ningún cuerpo salía de ahí: todos se iban como pulpa por tarja de la bañera después de haber recibido su apropiada dosis de ácido. Cabe aclarar que existe un sótano, pero no llama demasiado mi atención; eso se lo dejo a los fetichistas de las partes inferiores del cuerpo. Yo soy más aficionado al rostro y a la mente. Así que hablemos de sus torres y vitrales, y de su ático.
            La construcción, quizás no lo he dicho, es de estilo georgiano, y posee seis pares de ventanas en el frente y los costados, además de una puerta de roble rojo tallada con hermosos altorrelieves. A pesar de que los marcos de las ventanas siempre están pintados de blanco, la pintura de la fachada es de un negro mate, similar al gis o al carbón. Los aleros de la mansión sobresalen por la calidad artesanal de sus tejas y por su tono rojo cereza. Cinco tejados, como una estrella misteriosa de significados ancestrales, coronan la casa, dándole un aura magistral, casi gótica.
            Sus costados están impregnados con el espíritu de cinco brujas acusadas y quemadas después de un rápido juicio. Arriba, en el ático, semejantes a una esfera del inconsciente difícilmente accesible, se hallan los documentos secretos de los juicios por brujería; los instrumentos con que los asesinos hicieron su trabajo; la sangre aún lavada de cientos de heridas, y las impresiones psíquicas de incontables criatura, tan oscuras como asquerosas.
            En fin, ella es mi amada, mi objeto de adoración y estoy orgulloso de guardarle su debido respeto. Venero lo que debe ser venerado, y con ella me uno cada noche, porque esa es la única manera de servirle, de ser feliz. La tomo en el ático, donde desvelo las telarañas y sujetos los juguetes chirriantes haciéndolos crujir en la oscuridad; la tomo sobre las sábanas polvosas que cubren los muebles tapizados con piel humana. Me revuelco como un granuja asesinando arañas con mis fauces abiertas. Si soy un espectro, soy uno que vive en su amada. Por eso conozco sus historias, y las que desconozco las creo, rindiendo honor a la memoria de esta señorita georgiana de fachada oscura y siempre cuidada.
            He visto a otras criaturas acercarse, y es hora de que las reciba, es momento de empaparles las mandíbulas con la frialdad de mi cuerpo; embadurnarlos con mi aura, negra como el corazón desnudo de esta casa. Adoro, no puedo negarlo, esta relación simbiótica: gracias a ella vivo, soy, y ella, gracias a mí, sigue en pie, contando su historia a otros seres que le son semejantes.
            Hubo un tiempo en que fui exorcista. Éste fue uno de mis primeros encargos: debía extirpar a los demonios de los muebles, paredes, ventanales y tejas. Traté, en honor a mi viejo oficio, de cumplir con los mandatos de una Iglesia moribunda. Era dichoso en ese entonces, pues gozaba con el sufrimiento que los demonios provocaban en los débiles: siempre los expulsaba y luego los llevaba a los cuerpos de otros indefensos. Sin embargo aquí no pude. Ella me poseyó.
            Traté de ordenar los papeles de la casa, pero me denegaron una y otra vez propiedad. Nadie me impediría que viviera en este lugar, en ella. Así que empecé a habitarla. No me preocupaba que me descubrieran: nunca venían aquí; estaban aterrorizados.
            Traje mis cosas y fui descubriendo cada rincón exquisito de esta mansión. Me enamoré y al fin me difuminé en su carne. Han pasado tantos años y yo sigo con el mismo semblante viril. Fuerte, atractivo.
            Lo único que ha cambiado es mi profesión. Ya no quiero expulsar a ningún espíritu, pues soy feliz guiando a los incautos que se atreven a empujar estas puertas. Continuaré siendo su guardián hasta que otro como yo quiera visitarnos y terminar el exorcismo.

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