jueves, 25 de julio de 2019

Nos mudamos

Qué tal, lectores estimados.
¿Les ha pasado que alguna aplicación les pide que instalen una actualización?
Causas:
  • correcciones en mejora de rendimiento
  • mejoras en la interfaz
  • etcétera
Bueno, pues en Trozos de Infinito, también nos preocupamos por nuestros lectores y artistas colaboradores. Por este motivo, decidimos mejorar el diseño del sitio y mudarnos a WordPress.
A diferencia de las aplicaciones, nosotros tuvimos a bien actualizar la página sin pedir su autorización. (sorry not sorry 😀 )
Esperamos, esta nueva vista les resulte una experiencia agradable.

Ahora nos pueden encontrar en:


 

viernes, 19 de julio de 2019

El cine filosófico de Buñuel - Octavio Paz

Luis Buñuel, durante el rodaje de «Nazarín», con Jesús Fernández, que dio vida a Ujo
Hace algunos años escribí unas páginas sobre Luis Buñuel. Las reproduzco:
Aunque todas las artes, sin excluir a las más abstractas, tienen por fin último y general la expresión y recreación del hombre y sus conflictos, cada una de ellas posee medios e instrumentos particulares de encantamiento, y así constituye un dominio propio. Una cosa es la música, otra la poesía, otra más el cine. Pero a veces un artista logra traspasar los límites de su arte; nos enfrentamos entonces a una obra que encuentra sus equivalentes más allá de su mundo. Algunas de las películas de Buñuel – La edad de oro, Los olvidados – sin dejar de ser cine nos acercan a otras comarcas del espíritu: ciertos grabados de Goya, algún poema de Quevedo o Péret, un pasaje de Sade, un esperpento de Valle-Inclán, una página de Gómez de la Serna…Estas películas pueden ser gustadas y juzgadas como cine y asimismo como algo perteneciente al universo más ancho y libre de esas obras, preciosas entre todas, que tienen por objeto tanto revelarnos la realidad humana como mostrarnos una vía para sobrepasarla. A pesar de los obstáculos que opone a semejantes empresas el mundo actual, la tentativa de Buñuel se despliega bajo el doble arco de la belleza y de la rebeldía.
En Nazarín, con un estilo que huye de toda complacencia y que rechaza todo lirismo sospechoso, Buñuel nos cuenta la historia de un cura quijotesco, al que su concepción del cristianismo no tarda en oponerlo a la Iglesia, la sociedad y la policía. Nazarín pertenece, como muchos de los personajes de Pérez Galdós, a la gran tradición de los locos españoles. Su locura consiste en tomar en serio al cristianismo y en tratar de vivir conforme a sus Evangelios. Es un loco que se niega a admitir que la realidad sea lo que llamamos realidad y no una atroz caricatura de la verdadera realidad. Como don Quijote, que veía a Dulcinea en una labriega, Nazarín adivina en los rasgos monstruosos de la prostituta Andra y del jorobado Ujo la imagen desvalida de los hombres caídos; y en el delirio erótico de una histérica, Beatriz, percibe el rostro desfigurado del amor divino. En el curso de la película – en la que abundan, ahora con furor más concentrado y por eso mismo más explosivo, escenas del mejor y más terrible Buñuel – asistimos a la curación del loco, es decir a su tortura. Todos lo rechazan: los poderosos y satisfechos porque lo consideran un ser incómodo y, al final, peligroso; las víctimas y los perseguidos porque necesitan otro y más efectivo género de consuelo. El equívoco, y no solo los poderes constituidos, lo persiguen. Si pide limosna, es un ser improductivo; si busca trabajo, rompe la solidaridad de los asalariados. Aun los sentimientos de las mujeres que lo siguen, reencarnaciones de María Magdalena, resultan al fin ambiguos. En la cárcel, a la que lo han llevado sus buenas obras, recibe la revelación última: tanto su “bondad” como la “maldad” de uno de sus compañeros de pena, asesino y ladrón de iglesias, son igualmente inútiles en un mundo que venera como valor supremo la eficacia.
Fiel a la tradición del loco español, de Cervantes a Galdós, la película de Buñuel nos cuenta la historia de una desilusión. Para don Quijote la ilusión era el espíritu caballeresco; para Nazarín, el cristianismo. Pero hay algo más. A medida que la imagen de Cristo palidece en la conciencia de Nazarín, comienza a surgir otra: la del hombre. Buñuel nos hace asistir, a través de una serie de episodios ejemplares, en el buen sentido de la palabra, a un doble proceso: el desvanecimiento de la ilusión de la divinidad y el descubrimiento de la realidad del hombre. Lo sobrenatural cede el sitio a lo maravilloso: la naturaleza humana y sus poderes. Esta revelación encarna en dos momentos inolvidables: cuando Nazarín ofrece los consuelos del más allá a la moribunda enamorada y ésta responde, aislada a la imagen de su amante, con una frase realmente estremecedora: cielo no, Juan sí: y a final, cuando Nazarín rechaza la limosna de una pobre mujer para, tras un momento de duda, aceptarla – no ya como dádiva sino como un signo de fraternidad –. El solitario Nazarín ha dejado de estar solo: ha perdido a Dios pero ha encontrado a los hombres.



Este pequeño texto apareció en un folleto de presentación de Nazarín en el Festival Cinematográfico de Cannes. Se temía, no sin razón, que surgiese algún equívoco sobre el sentido de la película, que no sólo es una crítica de la realidad social sino de la religión cristiana. El riesgo de confusión, común a todas las obras de arte, era mayor en este caso por el carácter de la novela que inspiró a Buñuel. El tema de Pérez Galdós es la vieja oposición entre el cristianismo evangélico y sus deformaciones eclesiásticas e históricas. El héroe del libro es un cura rebelde e iluminado, un verdadero protestante: abandona la Iglesia pero se queda con Dios. La película de Buñuel se propone mostrar lo contrario: la desaparición de la figura de Cristo en la conciencia de un creyente sincero y puro. En la escena de la muchacha agonizante, que es una transposición del Diálogo entre un sacerdote y un moribundo de Sade, la mujer afirma el valor precioso e irrecuperable del amor terrestre; si hay cielo, está aquí y ahora, en el instante del abrazo carnal, no en un más allá sin horas y sin cuerpos. En la escena de la prisión, el bandido sacrílego aparece como un hombre no menos absurdo que el cura iluminado. Los crímenes del primero son tan ilusorios como la santidad del segundo: si no hay Dios, tampoco hay sacrilegio ni salvación.



Nazarín no es la mejor película de Buñuel pero es típica de la dualidad que rige su obra. Por una parte, ferocidad y lirismo, mundo del sueño y la sangre que evoca inmediatamente a otros dos grandes españoles: Quevedo y Goya. Por la otra, la concentración de un estilo nada barroco que lo lleva a una suerte de sobriedad exasperada. La línea recta, no el arabesco surrealista. Rigor racional: cada una de sus películas, desde La edad de oro hasta Viridiana, se despliega como una demostración. La imaginación más violenta y libre al servicio de un silogismo cortante como un cuchillo, irrefutable como una roca: la lógica de Buñuel es la razón implacable del marqués de Sade. Este nombre esclarece la relación entre Buñuel y el surrealismo: sin ese movimiento habría sido de todos modos un poeta y un rebelde; gracias a él, afiló sus armas. El surrealismo, que le reveló el pensamiento de Sade, no fue para Buñuel una escuela de delirio sino de razón; su poesía, sin dejar de ser poesía, se volvió crítica. En el recinto cerrado de la crítica el delirio desplegó sus alas y se desgarró el pecho con las uñas. Surrealismo de plaza de toros pero también surrealismo crítico: la corrida como demostración filosófica.

Es un texto capital de las letras modernas, De la libertad considerada como una tauromaquia, Michel Leiris señala que su fascinación ante el toreo depende de la fusión entre riesgo y estilo: el diestro – nunca fue más exacta la palabra – debe afrontar la embestida sin perder la compostura. Es verdad: las buenas maneras son imprescindibles para morir y matar, al menos si se cree, como yo creo, que estos dos actos biológicos son asimismo ritos, ceremonias. En el toreo el peligro alcanza la dignidad de la forma y ésta la veracidad de la muerte. El torero se encierra en una forma que se abre hacia el riesgo de morir. Es lo que en español llamamos temple: arrojo y afinación musical, dureza y flexibilidad. La corrida, como la fotografía, es una exposición, y el estilo de Buñuel, por doble elección estética y filosófica, es el de la exposición. Exponer es exponerse, arriesgarse. También es poner fuera, mostrar y demostrar: revelar. Los relatos de Buñuel son una exposición: revelan las realidades humanas al someterlas, como si fuesen placas fotográficas, a la luz de la crítica. El toreo de Buñuel es un discurso filosófico y sus películas son el equivalente moderno de la novela filosófica de Sade. Pero Sade fue un filósofo original y un artista mediano: ignoraba que el arte, que ama el ritmo y la letanía, excluye la repetición y la reiteración. Buñuel es un artista y el reproche que podría hacerse a sus películas no es de orden poético sino filosófico.

El razonamiento que preside a toda la obra de Sade puede reproducirse a esta idea: el hombre en sus instintos, y el verdadero nombre de lo que llamamos Dios es miedo y deseo mutilado. Nuestra moral es una codificación de la agresión y de la humillación; la razón misma no es sino instinto que se sabe instinto y que tiene miedo de serlo. Sade no se propuso demostrar que Dios no existe: lo daba por sentado. Quiso mostrar cómo serían las relaciones humanas en una sociedad efectivamente atea. En esto consiste su originalidad y el carácter único de su tentativa. El arquetipo de una república de verdaderos hombres libres es la Sociedad de Amigos del Crimen; el del verdadero filósofo, el asceta libertino que ha logrado alcanzar la impasibilidad y que ignora por igual la risa y el llanto. La lógica de Sade es total y circular: destruye a Dios pero no respeta al hombre. Su sistema puede provocar muchas críticas excepto la de la incoherencia. Su negación es universal: si algo afirma es el derecho a destruir y a ser destruido. La crítica de Buñuel tiene un límite: el hombre. Todos nuestros crímenes son los crímenes de un fantasma: Dios. El tema de Buñuel no es la culpa del hombre sino la de Dios. Esta idea, presente en todas sus películas, es más explícita y directa en La edad de oro y Viridiana, que son para mí, con Los olvidados, sus creaciones más plenas y perfectas. Si la obra de Buñuel es una crítica de la ilusión de Dios, vidrio deformante que no nos deja ver al hombre tal cual es, ¿cómo son realmente los hombres y qué sentido tendrán las palabras amor y fraternidad en una sociedad de verdad atea?

La respuesta de Sade, sin duda, no satisface a Buñuel. Tampoco creo que, a estas alturas, se contente con las descripciones que nos hacen las utopías filosóficas y políticas. Aparte de que esas profecías son inverificables, al menos por ahora, es evidente que no corresponden a lo que sabemos sobre el hombre, su historia y su naturaleza. Creer en una sociedad atea regida por la armonía natural – sueño que todos hemos tenido – equivaldría ahora a repetir la apuesta de Pascal, sólo que en sentido contrario. Más que una paradoja sería un acto de desesperación: conquistaría nuestra admiración, no nuestra adhesión. Ignoro cuál sería la respuesta que podría dar Buñuel a estas preguntas. El surrealismo, que negó tantas cosas, estaba movido por un gran viento de generosidad y fe. Entre sus ancestros se encuentran no solo Sade y Lautréamont, sino Fourier y Rousseau. Y tal vez sea este último, al menos para André Breton, el verdadero origen del movimiento: exaltación de la pasión, confianza sin límites en los poderes naturales del hombre. No sé si Buñuel está más cerca de Sade o de Rousseau; es más probable que ambos disputen en su interior. Cualesquiera que sean sus creencias sobre esto, lo cierto es que en sus películas no aparece ni la respuesta de Sade ni la de Rousseau. Reticencia, timidez o desdén, su silencio es turbador. Lo es no solo por ser el de uno de los grandes artistas de nuestra época sino porque es el silencio de todo el arte de esta primera mitad de siglo. Después de Sade, que yo sepa, nadie se ha atrevido a describir una sociedad atea. Falta algo en la obra de nuestros contemporáneos: no Dios sino los hombres sin Dios.

Delhi, 1965

[Texto originalmente publicado en Corriente alterna, México, Siglo XXI, 1967]


jueves, 27 de junio de 2019

Amor posesivo


Por: Gerardo Lima Molina


Siempre luce implacable, tan elegante como una estatua de viejas eras. Pasan las estaciones y ella normal, saludable, erguida, con el mejor semblante del barrio. No hay nada que se le pueda achacar. Higiene, limpieza, porte, educación, belleza clásica, distinción… Nada le falta. En ella se percibe la delicada sonrisa de la vida calamitosa pero feliz: hay vitalidad a su alrededor; el sol resplandece como en la primavera más dulce y suave; las nubes se atiborran igual que un grupo de dóciles borregos esperando a ser trasquilados; nunca escasea el brebaje adecuado para saciar la sed, su sed. Más lo que cuento tiene un sesgo: yo la amo.
            Nació en el siglo pasado, eso afirma en su afán de guardar las apariencias. La verdad es que ella disfrutaba de su infancia en los últimos años del siglo XVIII. Sus padres eran colonos del norte, expulsados por sus creencias poco ortodoxas. Las ramas de su familia se extendieron por toda la Costa Este, desde Nueva York hasta Galveston y más al sur. Será cierto, pues sus huellas se han dejado sentir en tantas regiones que no es disparatado pensar en un familiar suyo perdido en, por ejemplo. Brasil.
            Ella, sin embargo, vive en la ciudad de P., en el centro de México. No puedo decir dónde con exactitud, porque pecaría de indiscreto. Algún avispado con seguridad la reconocerá o habrá escuchado hablar de ella. En fin, lo importante no son sus orígenes ni su lugar de descanso, sino su sustancia.
            Su aspecto exterior, ya lo he mencionado, es impoluto. Las aventuras de su alma relampaguean como si nunca hubieran conocido mancha. De su continente se pueden extraer altas dosis de belleza, y de asombro, de sublimidad, si es que tal palabra existe. Ella parece una señora de gran alcurnia habitando el cuerpo de una jovencita de dieciséis o diecisiete años; llena de vida; rebosante de sinuosidades excelsas, de secretos en su mirada y en su sonrisa. Ella es la perfecta criatura, y yo soy su perfecto adorador.
            Seré un hereje: ella es mi religión y, como adepto, sólo puedo cantarle himnos y alabanzas. Su naturaleza tiene tantas aristas que superan las  simples alturas. Yo no la enalteceré, sino que la honraré sabiendo lo que es: una creación delirante, impetuosa, magnífica y peligrosa. Me apena hablar de ella a sus espaldas, pero no soy capaz de soportar todo el tiempo la visión de su fachada.
            Sus habitaciones son con exactitud trece. Trece cuartos donde ha ocurrido tal cantidad de cosas que uno es afortunado por tan solo conocerla a ella, la casa, desde fuera. Ahí han residido, caminado y dormido personajes horripilantísimos, como para hacer perder el sueño hasta el más descreído y fuerte de los hombres. Asquerosidades de narices retorcidas, de gigantescas orejas, de rostros deformes y protuberancias abominables han alquilado, a lo largo de las décadas, las estancias de ésa, mi hermosa morada.
            He comenzado al revés, contando como es la parte superior antes de la inferior, porque la emoción me gana: arriba es donde han muerto más personas, donde ocurren las cosas más extrañas, y eso me excita, me pone tan nervioso que las rodillas me tiemblan y casi puedo sentir en el pantalón mis… emociones. Bien, continúo: en las habitaciones superiores ha dormido hombres y mujeres de malísima reputación: necrófagos, parricidas, madres que disfrutan ahorcando o violando a sus pequeños retoños, padres que han exterminado a su familia con una escopeta o con un set de cuchillos, vejetes pervertidos que dejaron veneno y ácido en dulces donados a un orfanato, médicos que inyectaron a pacientes con fórmulas mortales para apreciar el delicado gusto del sufrimiento de sus familiares. Exquisitas habitaciones para un público selecto, no hay duda.
            La planta baja la componen una elegante sala, el hall, una enorme cocina, un living y una biblioteca abarrotada de tomos forrados en piel negra, borgoña y de tonos marrones. En realidad, la estructura inferior forma parte de un complejo de cuartos de tortura y violación, aposentos dedicados al voyerismo violento y mórbido. En la cocina se ha preparado la carne de infantes, jovencitas y mancebos gordos; se desollaron pieles de niños suficientes como para llenar al casa con la mejor tapicería, ya fuera en las mamparas o en los sillones, de modo que lucieran en verdad antiguos y rebosantes de clases. Además, la sangre que escurrió por las coladeras de los baños fue tanta que permitiría creer en conversiones pluviales de tipo bíblicos: ríos de sangre.
            La casa, es lamentable, nunca ha tenido jardines. De haber contado con ellos estoy seguro que habría muchísimas cosas que añadir. Pero esta carencia ningún cuerpo salía de ahí: todos se iban como pulpa por tarja de la bañera después de haber recibido su apropiada dosis de ácido. Cabe aclarar que existe un sótano, pero no llama demasiado mi atención; eso se lo dejo a los fetichistas de las partes inferiores del cuerpo. Yo soy más aficionado al rostro y a la mente. Así que hablemos de sus torres y vitrales, y de su ático.
            La construcción, quizás no lo he dicho, es de estilo georgiano, y posee seis pares de ventanas en el frente y los costados, además de una puerta de roble rojo tallada con hermosos altorrelieves. A pesar de que los marcos de las ventanas siempre están pintados de blanco, la pintura de la fachada es de un negro mate, similar al gis o al carbón. Los aleros de la mansión sobresalen por la calidad artesanal de sus tejas y por su tono rojo cereza. Cinco tejados, como una estrella misteriosa de significados ancestrales, coronan la casa, dándole un aura magistral, casi gótica.
            Sus costados están impregnados con el espíritu de cinco brujas acusadas y quemadas después de un rápido juicio. Arriba, en el ático, semejantes a una esfera del inconsciente difícilmente accesible, se hallan los documentos secretos de los juicios por brujería; los instrumentos con que los asesinos hicieron su trabajo; la sangre aún lavada de cientos de heridas, y las impresiones psíquicas de incontables criatura, tan oscuras como asquerosas.
            En fin, ella es mi amada, mi objeto de adoración y estoy orgulloso de guardarle su debido respeto. Venero lo que debe ser venerado, y con ella me uno cada noche, porque esa es la única manera de servirle, de ser feliz. La tomo en el ático, donde desvelo las telarañas y sujetos los juguetes chirriantes haciéndolos crujir en la oscuridad; la tomo sobre las sábanas polvosas que cubren los muebles tapizados con piel humana. Me revuelco como un granuja asesinando arañas con mis fauces abiertas. Si soy un espectro, soy uno que vive en su amada. Por eso conozco sus historias, y las que desconozco las creo, rindiendo honor a la memoria de esta señorita georgiana de fachada oscura y siempre cuidada.
            He visto a otras criaturas acercarse, y es hora de que las reciba, es momento de empaparles las mandíbulas con la frialdad de mi cuerpo; embadurnarlos con mi aura, negra como el corazón desnudo de esta casa. Adoro, no puedo negarlo, esta relación simbiótica: gracias a ella vivo, soy, y ella, gracias a mí, sigue en pie, contando su historia a otros seres que le son semejantes.
            Hubo un tiempo en que fui exorcista. Éste fue uno de mis primeros encargos: debía extirpar a los demonios de los muebles, paredes, ventanales y tejas. Traté, en honor a mi viejo oficio, de cumplir con los mandatos de una Iglesia moribunda. Era dichoso en ese entonces, pues gozaba con el sufrimiento que los demonios provocaban en los débiles: siempre los expulsaba y luego los llevaba a los cuerpos de otros indefensos. Sin embargo aquí no pude. Ella me poseyó.
            Traté de ordenar los papeles de la casa, pero me denegaron una y otra vez propiedad. Nadie me impediría que viviera en este lugar, en ella. Así que empecé a habitarla. No me preocupaba que me descubrieran: nunca venían aquí; estaban aterrorizados.
            Traje mis cosas y fui descubriendo cada rincón exquisito de esta mansión. Me enamoré y al fin me difuminé en su carne. Han pasado tantos años y yo sigo con el mismo semblante viril. Fuerte, atractivo.
            Lo único que ha cambiado es mi profesión. Ya no quiero expulsar a ningún espíritu, pues soy feliz guiando a los incautos que se atreven a empujar estas puertas. Continuaré siendo su guardián hasta que otro como yo quiera visitarnos y terminar el exorcismo.

miércoles, 26 de junio de 2019

Ciclo de cine David Lynch - UACJ

Una vez que el Cinito Universitario vuelva del periodo vacacional
 ¡¡arrancará con un ciclo de cine de David Lynch!!





Sigan a Cinito Universitario desde facebook para ver más de su cartelera. 


domingo, 23 de junio de 2019

Solos - Nunu Macías


A pesar de pertenecer a una sociedad y aprender desde la infancia todos los axiomas que sostienen nuestro título de ser social, predomina un fenómeno global: la indiferencia, apatía y el egoísmo de los individuos generan una sensación de "soledad estando acompañados"; pero ¿alguien se ha detenido a sentir su soledad? ¿a sentir al menos eso? ¿a reflexionar desde cuándo tiene esa sensación? 

En su pensamiento Solos, Nunu Macías lo describe y a la perfección:


Hay siempre una primera vez, una sola que es la primera, una que bien puede recordarse hasta expirar o pasar desapercibida como si nunca empezara. Jamás se está preparado, aunque sí lo parezca, y nunca se le abre los brazos o se le tiende la mano; ni siquiera se le espera o se presiente, únicamente llega. Las siguientes visitas escuecen menos, o más, no sigue patrón aun siguiéndolo y no fortalece de la manera que luego es relatada, nos hace mentir, por tanto. Aparece en medio del dolor más tosco, entre la angustia primigenia y los temores más antiguos de la especie humana; llega en la infancia, en la adolescencia y con trote escandaloso en la edad adulta. Pisa, aplasta, sella con lacre frío y compacto nuestros labios dejándonos hablar y chillar por dentro, sumiéndonos en los ecos de nuestros alaridos. Una tinaja sin boca. Llega en cualquier momento, violenta maza, la certeza de saberse solo, la vez primera y el resto de todas ellas.

Pueden leer más de sus escritos a través de su blog El aquelarre del girasol.

Disfruten ¡¡¡y que sirva de inspiración a otros para iniciar a escribir su pensamiento!!!

miércoles, 19 de junio de 2019

Tango (1981), cortometraje de Zbigniew Rybczyński

El pasado 11 de junio compartimos por Instagram una cita de la novela "El palacio del porno" del estadounidense Jack O'Connell:





Hablando del ahogo de imágenes, compartimos ahora un cortometraje que en ocho minutos presenta a 36 personajes emergiendo lentamente en una habitación sin interactuar entre sí, todos repitiendo su mismo gesto hasta generar el sentimiento de que será infinito.
Cada uno parece realizar sus actividades rutinarias sin empatizar en absoluto con los otros; tan acostumbrado a ver acciones que ya no se molesta en analizar, mucho menos en estudiar con base en su juicio ¿acaso es posible desarrollarlo en un ambiente así?
Comer, dormir, vestirse, llorar, arreglar una bombilla, hacer el pino o fregar el suelo, son algunas de las actividades que se suceden. Todos ellos se comportan como si no hubiera nadie a su alrededor. En cambio el espectador, observador privilegiado, lo ve todo. La falta de elementos narrativos –tanto escritos como verbales– contrasta con la acumulación de información visual y con el contrapunto sonoro. Se escucha un tango y se repiten efectos sonoros sincronizados.(*)
La animación fue escrita y dirigida por el polaco Zbigniew Rybcznski, y en 1983 fue premiada como mejor cortometraje animado por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas (The Academy).