lunes, 27 de mayo de 2019

La caída de un ángel / A queda de um anjo - Afonso Cruz


Traducción de Pilar Obón y Martín López Vega




La luz es intensa aquí en el séptimo círculo. Me pongo el sombrero de paja con alas, con una cinta negra, que me proporcionaron a la entrada. Ahora veo mejor el paisaje, las tumbonas, los ángeles, a Dios, a los otros habitantes do la Eternidad. Nunca pensé que hubiera tumbonas en el Paraíso, un mueble tan amigo de uno de los pecados mortales. Me tapo los ojos a causa de la luz. Es demasiada, es mucha luz y debería haber un botón para bajarla, para dar penumbra, como cuando bajo las persianas en las tardes de agosto. Imaginaba el Paraíso con persianas. Espero que haya una noche para aliviar este día tan luminoso.
Las rejas parecen seguras, pintadas de azul, que va bien con el cielo. Pero tengo que reclamar. ¿Dónde está mi marido? Un ángel surge frente a mí, todo vestido de blanco. Casi alargo la mano para tocar su cara, tan joven, tan bonita, tan llena de luz. En vez de eso, se me sale una pregunta seca: ¿dónde está mi marido? El ángel no sabe que decir. Le digo que no me interesa que puedan haber descubierto que mi marido no era una buena persona, que no era alguien que pudiera venir al Cielo.
La verdad es que si yo voy al Paraíso, si lo merezco, tengo que tener (sic) a mi marido conmigo. ¿Qué rayos es esto de que pasamos la Eternidad separados de las personas que amamos? El ángel me dice que me calme, pero yo no puedo aceptar esto. Tienen mucha luz, pero se olvidan de quienes amamos. Mi marido podía ser malo, pero si amamos a las personas así, ¿qué debemos hacer? ¿Vivir eternamente sin ellas? ¿Qué porquería de paraíso es este? El ángel se encoge de hombros. Nunca pensé que los ángeles los encogieran; de hecho, nunca pensé que tuvieran hombros.
Se suceden las camas blancas. Me agrada la blancura, es señal de higiene. Hay un hombre que me mira y tiene bigote. Esta es otra cosa que no esperaba encontrar. ¿Para qué esos pelos? ¿Tendremos que cortarlos o permanecen siempre del mismo tamaño? Es difícil decirlo. Creo que todavía no ha pasado un día, ¿pero quién puede garantizar semejante cosa? El tiempo debe pasar de forma distinta por aquí. Quizás pasó una eternidad. El tiempo es muy relativo y yo sé muy bien lo que es eso. Tuve un tío que, cuando abría la boca para hablar, parecía que nunca más se callaría, parecía una eternidad. Hay una jarra encima de la mesa y varios ángeles. Les digo que si mi marido no está aquí, que si esto no lo es lo bastante bueno como para estar aquí, entonces prefiero ir al infierno. Por lo menos estaremos juntos. Me agarran y me llevan a un cuarto. Me sientan en la cama y me hablan con voz dulce. Hacen que me acueste, me traen un vaso de agua y, pasados unos minutos, me dan ganas de dormir. Despierto de noche (finalmente sí hay noches en el Paraíso) e intento encender un quinqué, pero solo da oscuridad. Tengo que llegar al infierno, pienso, tengo que llegar al infierno.


Estoy en el sexto círculo, y comencé mi viaje al Infierno. Comienzo a acordarme de cosas, recuerdos, idas a la playa. Cómo me gustaba ir a la playa, la arena, el sol derritiéndome el cuerpo. A mi marido no le gustaba. Se quedaba acostado en la toalla bebiendo cerveza y leyendo el periódico deportivo mientras yo caminaba hasta la orilla. Entonces – porque nunca aprendí a nadar, lo único que sabía era irme al fondo – me inclinaba, me sentaba en la arena para que las olas me mojaran el pecho, la cara, el cabello. Después me levantaba y veía todo borroso. Me frotaba los ojos con las manos, me ardían y se llenaban de arena, y me volteaba a ver si mi marido me miraba. Parecía que jamás lo hacía, pero nunca tuve la seguridad, pues a pesar de que él, cuando volteaba, estaba siempre mirando hacia cualquier otro lado, nada me garantiza que, cuando me volvía de espaldas para bañarme, él no me estuviera mirando. De hecho, tengo la seguridad de que me miraba. Probablemente disimulaba por vergüenza. Me acuerdo de mis dedos todos arrugados por estar en el agua, parecían ciruelas pasas, y a mí me gustaba mostrárselos a mi marido. Corría hacia él con las manos estiradas y le mostraba la punta de los dedos, todas arrugadas. Mi marido se encogía de hombros y me decía que lo dejara en paz. Tenía razón, pues siempre fui muy infantil. No es fácil ser una niña tan vieja como yo. Muchas veces quiero bailar y mis piernas solo tiemblan, no están de acuerdo con hacer lo que yo quiero y eso me pone triste. Insulto a mis piernas y les digo que están viejas y que ya no saben vivir la vida, por eso, para mostrarles cómo se puede ser feliz, bailo realmente, pero sin mover las piernas, solo balanceando los brazos. Y cuando los brazos también se cansan, bailo solo con la imaginación, y entonces doy saltos muy grandes y, en ese momento, nadie me regaña, ni siquiera mi marido, que sigue leyendo el periódico deportivo.


Tengo comezón en la espalda. Qué cosa extraña, pues ¿cómo se rasca la espalda? En el Paraíso no debería haber espalda si no la alcanzamos con las manos. Comienzo a tener demasiadas reclamaciones que hacer. Se comprende que el mundo no sea perfecto, pero un Paraíso así es inaceptable. Tal vez deba pedir a los ángeles que me rasquen la espalda, pero no veo ninguno. Dicen que los ángeles no tienen espalda, lo que tiene mucho sentido. Quizás yo tampoco tengo y la comezón que siento es como la de esos sujetos amputados, soldados y eso, que siguen sintiendo dolor en la pierna que les fue cortada para evitar que la gangrena se propagara. Es un infierno muy grande tener comezón en una zona del cuerpo que ya no tenemos. Es lo mismo que ir de compras sin llevar la cartera.
Pues sí, estoy segura de que no tengo espalda. Si alguien llegara a mí y me tocara, no me acertaría en el cuerpo, sino en el alma. Si me dieran una palmada en el hombro, me acertarían en el corazón. Todo es profundo, no hay cosas superficiales como escaparates y centros comerciales, a pesar de que veo el Palacio Pombal, lo cual es extraño, porque nunca había visto el Palacio Pombal en la vida. ¿Qué querrá Dios decirme con esto? Tal vez sea una especie de lección de Purgatorio: ¿ves lo que perdiste?
Cuando intento aclararme la garganta, comienzo a carraspear las palabras y me quedo ronca. Mis pies están helados. Debe ser solo una impresión. Es como si me hubiera quedado mucho tiempo en el baño, como cuando iba a la playa y mi marido fingía no mirarme. Siempre tengo mucho miedo de salir de la bañera, resbalarme y partirme la cabeza del fémur y tener que quedarme extendida en una cama para recuperarme, y quedarme meses así, sin siquiera poder estornudar, si no el hueso no se recupera. Y yo que soy alérgica, especialmente en primavera. El polen me obstruye la nariz. Qué cosa: no voy a poder recuperarme del hueso de la pierna por culpa de las flores. Paciencia, tampoco debo necesitarlo, debe haber una forma de volar. Había un poeta que decía que viajaba con la imaginación. Mi imaginación esta un poquito vieja, como si se hubiera quedado demasiado tiempo en el baño, pero creo que es capaz de hacer viajes cortos, volar de un pensamiento a otro.
Sí, la cabeza funciona bien. Paso por lugares de mi pasado con mucha rapidez, como si corriera en un campo verde. Veo a mi gato Van Gogh, que es muy peludo, y yo soy alérgica a los animales y no solo al polen, por eso no lo toco, pero paso la mirada sobre él, lo que tiene el mismo efecto que pasar las manos, y él ronronea y siente mi mirada como si fueran mis dedos. Me gusta mucho Van Gogh, que es un gato de piernas cortas y cola larga. Le falta una oreja por culpa de un perro. Caza ratones y palomas y a veces tenemos la terraza llena de plumas y de animales muertos. Es muy buen cazador y yo se lo digo, pues es muy triste cuando hacemos algo bien y nadie se da cuenta. Yo siempre fui buena recortando las palabras, pero mi madre y mi padre nunca lo notaron, y dijeron que yo tenía que aprender a cocinar y a ser una mujer y a ser trabajadora. Y fue lo que hice, pero era mejor con las palabras que con eso de ser mujer o cascar huevos. Rara vez salían de la cáscara con la yema entera. A veces mi marido me pedía huevos estrellados y yo cocinaba arroz con frijoles. Él se molestaba, pero era mejor así que reventar la yema.


La primera vez que mi marido y yo hicimos el amor fue en una casa rodante que él había comprado de segunda mano, toda blanca con gaviotas azules. No eran gaviotas verdaderas, eran calcomanías y no volaban, a pesar de tener las alas abiertas. La casa rodante tenía una mesa que hacía de sala y asientos azules y rojos. Mi marido —que cuando había comprado la casa rodante con las gaviotas azules todavía no era mi marido— me dio una bofetada porque yo no quería hacer unas cosas con la boca. Estuvo bien hecho, yo era muy burra, era como una niña y él era un hombre muy sabio y experimentado, que se había embarcado y visto el mundo. Fui mucho más mujer después de esa tarde. Soñé con flores que habían sido usadas en los cabellos de bailarinas y con vestidos largos por estrenar. Soñé con chicas descalzas que corrían dentro de sí mismas y desaparecían para siempre. En esa época soñaba muchas cosas y, en mis sueños, siempre había animales que corrían por las flores como si fueran abejas, y había sastres que morían de fiebre amarilla, y había arquitectos de pirámides egipcias que eran construidas con piedra de talco.
Una vez me vestí de blanco, como la casa rodante, y terminé por sudar el vestido, pues el blanco atrae muchas manchas. Fue el día en que me casé. El blanco también atrae maridos y las manchas son como los pájaros, revolotean a nuestro alrededor y se posan en la ropa limpia.
Frente a nuestra casa vivía un señor que se llamaba Persona, pero que tenía dificultad en ser solo una persona, qué sujeto inestable e indeciso, medio cubista —¡con tantas perspectivas!— y muchas veces, cuando mi madre lo saludaba, “¿cómo está, señor Persona?”, corregía a “Bernardo”. O usaba unas setenta —o trescientas cuarenta— variaciones de su identidad, entre las que estaba “Ricardo”. Decía que era poeta, ¿pero quién se llama Ricardo siendo poeta?
Desciendo rápidamente al Infierno. Puedo sentir el calor que me enciende las mejillas, toda la cara. Antes sabía la hora sin mirar el reloj, y nunca fallaba por más de uno o dos minutos.


Mi marido fue un hombre que, a cierta altura de su vida, comenzó a juntar años. En vez de vivir, los juntaba. Vivía mucho tiempo, pero sin tener noción de eso. Mi marido estaba tan viejo que ya no envejecía, solo se pudría. Yo lo quería mucho y no soy capaz de vivir eternamente sin tenerlo a mi lado eternamente.
Los dibujos se recortan con tijeras. El alma se recorta con palabras. Yo siempre lo hice muy bien,  es como cortar las uñas. Siempre fui muy buena en eso. Hay personas que saben jugar a los saltos muy bien y otras que saben mover el café con las dos manos – a veces con la izquierda, otras veces con la derecha – y otras que saben hacer cuentas y bailar al mismo tiempo. Yo soy buena en recortar palabras. Cada uno es para lo que nace y yo con las palabras soy como cortar las uñas, aunque se llegue a la carne.
Cuando era joven usaba sandalias y las uñas pintadas. Cuando somos jóvenes somos eternos y, en vez de envejecer, crecemos. Es después cuando comenzamos a envejecer en vez de crecer. Entonces dejamos de durar para siempre y comenzamos a ser abuelos y a que nos gusten las flores y a andar muy despacito y a tener dificultad para doblar la espalda. Lo que es una pena, pues como nos gustan más las flores, tenemos una gran tendencia de cortarlas y ponerlas en jarrones con agua encima de una cómoda y en la mesa de la sala. Todo queda muy perfumado, todo florido y lleno de colores. A las visitas les gusta mucho y lo elogian. Yo agradezco los elogios y digo: “Pero mire, señora Guzmán, le hace mal a la espalda”.
Como siempre fui buena en recortar cosas, participaba de las marchas populares. Iba toda llena de estrofas de melodías que picoteaba de la radio, Dios mío, qué bien bailaba yo, que eso también requiere saber usar la tijera, una persona no mueve las caderas como debe ser sin haber recortado los movimientos con exactitud. Yo movía el cuerpo a la izquierda, a la derecha, y las personas en la tribuna batían las manos unas contra las otras. Sabía mover a toda aquella gente. Caderas para la izquierda y para la derecha, como si fueran interruptores, y las personas aplaudían. ¿Por qué? Porque yo sabía recortar los movimientos adecuados. Y no es nada fácil recortar caderas en movimiento.


El cabello no se les cae solo a los hombres y a los árboles en el otoño, también se les cae a las mujeres, y yo ya no tengo mucho. Últimamente, cada vez que me veo al espejo puedo ver la curva de la cabeza.
Cuando me froto los ojos son muchos siglos de miradas que estoy frotando. Porque una persona no tiene solo su pasado, tiene también los pasados de todos sus familiares, de sus amigos, de las historias que leyó o que escuchó. ¿No es así? Cuando nos frotamos los ojos, frotamos muchos siglos.
Un día, mi marido despertó sin poder pronunciar palabra, solo la señal de ocupado del teléfono. Abría la boca y salía un sonido de máquina. Le di un beso y se le pasó, pero fue muy raro, y cuando lo extrañaba, cuando él estaba fuera muchos días, levantaba el auricular y esperaba hasta escuchar la señal de ocupado.
Yo solía decirle a mi marido que mis palabras llegaban hasta la carne. Le decía que era como cortar las uñas. Algunas veces señalaba algunas palabras que veía a mí alrededor. Él se enojaba mucho cuando yo hacía eso. Es que siempre pude ver y oír ciertas palabras que se quedan en las salas y en los cuartos de las casas. Entro en una habitación y escucho palabras antiguas que fueron pronunciadas hace un año o hace una semana o hace menos tiempo. Hay palabras que se dicen y que nunca más se borran.


Cuando era joven pensé que debía sustituir los finales por los recomienzos para no tener muchas cosas que enterrar. Después, cuando envejecí, pensé que tal vez debía pasar más tiempo enterrando cosas. Funciona con las dalias y con las margaritas. Enterramos semillas y aquello crece hacia el sol. Los cuerpos sin luz tienen deseos de exhibirse y de crecer más allá del cielo como si subieran escaleras. Enterramos las cosas y ellas crecen, aparecen, engordan, se ponen verdes. Es un buen ejercicio y fue algo que hice con frecuencia: enterrarme en el jardín. Mi marido detestaba que lo hiciera, pero eso me daba ganas de vivir y salía de la tierra como las dalias y las margaritas, llena de pétalos y llena de colores.  Me metía en blanco y negro y salía como si fuera la felicidad. Después pasaba mucho tiempo lavando la ropa y, tres veces, me llené de lombrices. Tuve que quitarlas con un periódico encendido y yo detesto quemar las noticias. Dicen que ya no son útiles, pero yo siento que son importantes y nos informan que nuestra vida está siempre andando hacia el abismo y que no hay nada que podamos hacer, más que seguir votando por las personas equivocadas, que para eso sirve la democracia, según he dado cuenta.
Estoy desnuda y me siento más joven. La proximidad al Infierno tiene efectos benéficos en la piel. Escucho ruido de automóviles y eso nos dice algo sobre…


Nota final – o PB
Mi prima, Ema de Jesús, se tiró por la ventana del hogar Paraíso – que ocupaba el séptimo piso de un edificio del centro –, adonde se había mudado hacía poco, después de la muerte de su marido. Todos sentimos algún alivio cuando él murió después de una enfermedad prolongada. Es un sentimiento triste, pero no hay que ser hipócrita a ese respecto.
Siempre oí decir que el tiempo es muy relativo. Recuerdo a un tío que, cuando abría la boca, parecía que nunca más se callaría, eran discursos que parecían durar eternidades y, así, espero que la caída de mi prima le haya permitido, tal como he oído decir que sucede en esas ocasiones, volver a ver toda su vida en segundos. O por lo menos recordar algunas de las cosas que le fueron más queridas. Creo que ochenta y dos años caben perfectamente dentro de una caída de siete pisos.
El hogar Paraíso fue objeto de un proceso judicial.