Por: Efraín
Huerta
|
Fotografía: Violeta Barrales |
1
Ciudad
que llevas dentro
mi
corazón, mi pena,
la
desgracia verdosa
de
los hombres del alba,
mil
voces descompuestas
por
el frío y el hambre.
Ciudad
que lloras, mía,
maternal,
dolorosa,
bella
como camelia
y
triste como lágrima,
mírame
con tus ojos
de
tezontle y granito,
caminar
por tus calles
como
sombra o neblina.
Soy
el llanto invisible
de
millares de hombres.
Soy
la ronca miseria,
la
gris melancolía,
el
fastidio hecho carne.
Yo
soy mi corazón
desamparado
y negro.
Ciudad,
invernadero,
gruta
despedazada.
2
Bajo
tu sombra, el viento del invierno
es
una lluvia triste, y los hombres, amor,
son
cuerpos gemidores, olas
quebrándose
a los pies de las mujeres
en
un largo momento de abandono
—como
nardos pudriéndose.
Es
la hora del sueño, de los labios resecos,
de
los cabellos lacios y el vivir sin remedio.
Pero
si el viento norte una mañana,
una
mañana larga, una selva,
nos
entregara el corazón deshecho
del
alba verdadera, ¿imaginas, ciudad,
el
dolor de las manos y el grito brusco, inmenso,
de
una tierra sin vida?
Porque
yo creo que el corazón del alba
en
un millón de flores,
el
correr de la sangre
o
tu cuerpo, ciudad, sin huesos ni miseria.
Los
hombres que te odian no comprenden
cómo
eres pura, amplia,
rojiza,
cariñosa, ciudad mía;
cómo
te entregas, lenta,
a
los niños que ríen,
a
los hombres que aman claras hembras
de
sonrisa despierta y fresco pensamiento,
a
los pájaros que viven limpiamente
en
tus jardines como axilas,
a
los perros nocturnos
cuyos
ladridos son mares de fiebre,
a
los gatos, tigrillos por el día,
serpientes
en la noche,
blandos
peces al alba;
cómo
te das, mujer de mil abrazos,
a
nosotros, tus tímidos amantes:
cuando
te desnudamos, se diría
que
una cascada nace del silencio
donde
habitan la piel de los crepúsculos,
las
tibias lágrimas de los relojes,
las
monedas perdidas,
los
días menos pensados
y
las naranjas vírgenes.
Cuando
llegas, rezumando delicia,
calles
recién lavadas
y
edificios-cristales,
pensamos
en la recia tristeza del subsuelo,
en
lo que tienen de agonía los lagos
y
los ríos,
en
los campos enfermos de amapolas,
en
las montañas erizadas de espinas,
en
esas playas largas
donde
apenas la espuma
es
un pobre animal inofensivo,
o
en las costas de piedra
tan
cínicas y bravas como leonas;
pensamos
en el fondo del mar
y
en sus bosques de helechos,
en
la superficie del mar
con
barcos casi locos,
en
lo alto del mar
con
pájaros idiotas.
Yo
pienso en mi mujer:
en
su sonrisa cuando duerme
y
una luz misteriosa la protege,
en
sus ojos curiosos cuando el día
es
un mármol redondo.
Pienso
en ella, ciudad,
y
en el futuro nuestro:
en
el hijo, en la espiga,
o
menos, en el grano de trigo
que
será también tuyo,
porque
es de tu sangre,
de
tus rumores,
de
tu ancho corazón de piedra y aire,
de
nuestros fríos o tibios,
o
quemantes y helados pensamientos,
humildades
y orgullo, mi ciudad.
Mi
gran ciudad de México:
el
fondo de tu sexo es un criadero
de
claras fortalezas,
tu
invierno es un engaño
de
alfileres y leche,
tus
chimeneas enormes
dedos
llorando niebla,
tus
jardines axilas la única verdad,
tus
estaciones campos
de
toros acerados,
tus
calles cauces duros
para
pies varoniles,
tus
templos viejos frutos
alimento
de ancianas,
tus
horas como gritos
de
monstruos invisibles,
¡tus
rincones con llanto
son
las marcas de odio y de saliva
carcomiendo
tu pecho de dulzura!