martes, 27 de noviembre de 2018

Mi gran Ciudad de México: el fondo de tu sexo es un criadero de claras fortalezas

Por: Violeta Barrales 
(Originalmente publicado en frijo.mx)
 


En los últimos meses, el metro, los camiones y sobre todo la gente ha sido parte de mi rutina diaria. Hace dos semanas llovió y recuerdo que me quedé en una de las paradas que están frente al Auditorio Nacional. No sé qué escuchaba, quizá Radiohead o algo así, porque en días lluviosos me da el cliché melancólico; mientras veía pasar a gran cantidad de personas a toda prisa, conduciendo frente a uno tráfico interminable o recargadas en la ventana del camión, de pronto recordé aquel poema de Efraín Huerta titulado “Declaración de amor” y con él los lugares, las alegrías, las tristezas de todos y cada uno de los que habitamos esta enorme ciudad.

Declaración de amor

Por: Efraín Huerta

Fotografía: Violeta Barrales

1
Ciudad que llevas dentro
mi corazón, mi pena,
la desgracia verdosa
de los hombres del alba,
mil voces descompuestas
por el frío y el hambre.

Ciudad que lloras, mía,
maternal, dolorosa,
bella como camelia
y triste como lágrima,
mírame con tus ojos
de tezontle y granito,
caminar por tus calles
como sombra o neblina.

Soy el llanto invisible
de millares de hombres.
Soy la ronca miseria,
la gris melancolía,
el fastidio hecho carne.
Yo soy mi corazón
desamparado y negro.

Ciudad, invernadero,
gruta despedazada.



2

Bajo tu sombra, el viento del invierno
es una lluvia triste, y los hombres, amor,
son cuerpos gemidores, olas
quebrándose a los pies de las mujeres
en un largo momento de abandono
—como nardos pudriéndose.
Es la hora del sueño, de los labios resecos,
de los cabellos lacios y el vivir sin remedio.

Pero si el viento norte una mañana,
una mañana larga, una selva,
nos entregara el corazón deshecho
del alba verdadera, ¿imaginas, ciudad,
el dolor de las manos y el grito brusco, inmenso,
de una tierra sin vida?
Porque yo creo que el corazón del alba
en un millón de flores,
el correr de la sangre
o tu cuerpo, ciudad, sin huesos ni miseria.

Los hombres que te odian no comprenden
cómo eres pura, amplia,
rojiza, cariñosa, ciudad mía;
cómo te entregas, lenta,
a los niños que ríen,
a los hombres que aman claras hembras
de sonrisa despierta y fresco pensamiento,
a los pájaros que viven limpiamente
en tus jardines como axilas,
a los perros nocturnos
cuyos ladridos son mares de fiebre,
a los gatos, tigrillos por el día,
serpientes en la noche,
blandos peces al alba;
cómo te das, mujer de mil abrazos,
a nosotros, tus tímidos amantes:
cuando te desnudamos, se diría
que una cascada nace del silencio
donde habitan la piel de los crepúsculos,
las tibias lágrimas de los relojes,
las monedas perdidas,
los días menos pensados
y las naranjas vírgenes.

Cuando llegas, rezumando delicia,
calles recién lavadas
y edificios-cristales,
pensamos en la recia tristeza del subsuelo,
en lo que tienen de agonía los lagos
y los ríos,
en los campos enfermos de amapolas,
en las montañas erizadas de espinas,
en esas playas largas
donde apenas la espuma
es un pobre animal inofensivo,
o en las costas de piedra
tan cínicas y bravas como leonas;
pensamos en el fondo del mar
y en sus bosques de helechos,
en la superficie del mar
con barcos casi locos,
en lo alto del mar
con pájaros idiotas.

Yo pienso en mi mujer:
en su sonrisa cuando duerme
y una luz misteriosa la protege,
en sus ojos curiosos cuando el día
es un mármol redondo.
Pienso en ella, ciudad,
y en el futuro nuestro:
en el hijo, en la espiga,
o menos, en el grano de trigo
que será también tuyo,
porque es de tu sangre,
de tus rumores,
de tu ancho corazón de piedra y aire,
de nuestros fríos o tibios,
o quemantes y helados pensamientos,
humildades y orgullo, mi ciudad.

Mi gran ciudad de México:
el fondo de tu sexo es un criadero
de claras fortalezas,
tu invierno es un engaño
de alfileres y leche,
tus chimeneas enormes
dedos llorando niebla,
tus jardines axilas la única verdad,
tus estaciones campos
de toros acerados,
tus calles cauces duros
para pies varoniles,
tus templos viejos frutos
alimento de ancianas,
tus horas como gritos
de monstruos invisibles,
¡tus rincones con llanto
son las marcas de odio y de saliva
carcomiendo tu pecho de dulzura!

domingo, 25 de noviembre de 2018

Efemérides



Nace un día como hoy pero de 1951 Arturo Pérez-Reverte, periodista y novelista español, creador -entre otros personajes- del valiente y aguerrido “Capitán Alatriste “. Entre sus obras encontramos títulos como “La piel del tambor”, “El club Dumas”, “Territorio comanche”, “El maestro de esgrima”, o “El asedio“. Es miembro de la Real Academia Española.



Fallece un día como hoy pero de 1950 Johannes Vilhem Jensen, escritor danés, premio Nobel en 1944. Su obra maestra, “Periplo escandinavo (o El largo viaje)”, es una epopeya histórica que narra la historia de la humanidad desde la época glaciar hasta Cristóbal Colón.



 Fallece un día como hoy pero de 1970 Yukio Mishima, escritor japonés. La novela “Kamen no Kokuhaku” (Confesiones de una máscara), tuvo un enorme éxito y le convirtió en una celebridad a la edad de 24 años.

viernes, 23 de noviembre de 2018

Escrito sobre el escritorio


Uno
Por: Gonzalo Celorio / Del libro “El viaje sedentario”


Cuando murió papá, yo tenía la edad de Alicia, del pequeño escribiente florentino, del grumete que llegó a almirante. Entonces los enfermos se morían en casa, rodeados de parientes y amigos inoportunos al llegar, que dejaban, generosos, un poco de su salud desperdigada por la habitación al despedirse. Lo primero que hice cuando mis hermanos me despertaron para decirme que ya, fue sentarme, todavía amodorrado, en la enorme silla giratoria y husmear los cajones del escritorio de papá. Mi hermana mayor me dijo indignada: cierra ahí. Yo no pretendía robarme, como ella seguramente pensó, los objetos que siempre había codiciado: el desamor diminuto, los papeles de colores, el lapicero negro, la perforadora de pinza, que hacía un hoyo rombal, como las que usaban los inspectores del camión para marcar los boletos húmedos y arrugados. Yo solo quería creer, a fuerza de nostalgia —aunque fuera prematura —, que papá estaba muerto en el cuarto de al lado.
Desde que se jubiló, cuando yo no tenía más lecturas que las de mi libro Poco a poco y sufría paralelamente el texto de gramática española de Gutiérrez Eskildsen, papá transcurría  por los días y los insomnios, sentado en su escritorio, inventando artilugios que nunca triunfarían o que ya eran moneda corriente de otras partes y aun en otros tiempos sin que él se hubiera enterado siquiera. A fin de cuentas, daba lo mismo porque vivió, al menos los últimos años, para inventar y no para urdir el éxito de sus inventos. La única vez que trató de vender una de sus ocurrencias cayó en franca desgracia. Cabalgaba en el despropósito del tránsito sexenal, como dijo algún ministro, y se vio instado a abandonar el servicio diplomático que a la sazón prestaba en La Habana. Regresó a México, con mamá y mis hermanos cubanos, pendiendo sólo de un clip: un broche especial de su invención, tan común hoy en día que no se le hecha de ver el ingenio, cuya patente estaba tramitando aquí el mejor de sus amigos. Cuando llegaba a La Habana las cartas alusivas, mamá invariablemente musitaba: qué raro que tu amigo siempre diga el invento y no tu invento, y papá invariablemente respondía: desconfiada, qué raro que siempre digas tu amigo y no nuestro amigo. Como era de esperarse, su amigo le robó la patente y papá, tras meses de privaciones, pasó de diplomático a inspector fiscal de provincia, y de espantar conversaciones perfumadas en lujosos salones a espantar iguanas que esperaban con ansia el excremento de sus vísceras en el campo abierto. No fueron siquiera patentados el semáforo de celuloide que se colocaba al final de la cuartilla y permitía saber cuántos renglones de escritura quedaban al final de la página en la vieja Remington, ni los círculos fosforescentes puestos en los respaldos de las butacas del cine, que delataban, iluminados por el reflejo de la luz de la pantalla, los asientos desocupados den los maravillosos tiempos de la permanencia voluntaria.
Cuando ya no tenía otra ocupación que la de inventar, papá se procuró una retahíla de comodidades que le consentían quedarse sentado en su escritorio. No existía entonces la  pastilla disolvente que puede llevarse a cualquier parte si usted padece agruras. Papá inventó un salero en forma de pluma fuente que, al ser girada, dejaba al descubierto unas perforaciones por donde se vaciaba, sobre un simple vaso de agua, su contenido efervescente, útil para usted que va de aquí para allá y ni manera de andar cargando con el frascote Picot. Pero papá jamás salía de casa y su invención no tenía otro objeto que la permanencia en su escritorio cuando lo asaltaban las agruras.
Tanto cuento para decir solamente que soy hijo de papá; que amo los enseres del escritorio —los papeles y los lápices y sobre todo las gomas de borrar—tanto o más que la escritura; en fin, que estar sentado en mi escritorio (aval de mi acedia y mi jubilación, tan prematura como mi nostalgia) justifica mi vida. Escribir es una manera de quedarse en casa: tener la sal de uvas a la mano para aliviar la acides sin necesidad de levantarse.

Octubre, 1982.