viernes, 23 de noviembre de 2018

Escrito sobre el escritorio


Uno
Por: Gonzalo Celorio / Del libro “El viaje sedentario”


Cuando murió papá, yo tenía la edad de Alicia, del pequeño escribiente florentino, del grumete que llegó a almirante. Entonces los enfermos se morían en casa, rodeados de parientes y amigos inoportunos al llegar, que dejaban, generosos, un poco de su salud desperdigada por la habitación al despedirse. Lo primero que hice cuando mis hermanos me despertaron para decirme que ya, fue sentarme, todavía amodorrado, en la enorme silla giratoria y husmear los cajones del escritorio de papá. Mi hermana mayor me dijo indignada: cierra ahí. Yo no pretendía robarme, como ella seguramente pensó, los objetos que siempre había codiciado: el desamor diminuto, los papeles de colores, el lapicero negro, la perforadora de pinza, que hacía un hoyo rombal, como las que usaban los inspectores del camión para marcar los boletos húmedos y arrugados. Yo solo quería creer, a fuerza de nostalgia —aunque fuera prematura —, que papá estaba muerto en el cuarto de al lado.
Desde que se jubiló, cuando yo no tenía más lecturas que las de mi libro Poco a poco y sufría paralelamente el texto de gramática española de Gutiérrez Eskildsen, papá transcurría  por los días y los insomnios, sentado en su escritorio, inventando artilugios que nunca triunfarían o que ya eran moneda corriente de otras partes y aun en otros tiempos sin que él se hubiera enterado siquiera. A fin de cuentas, daba lo mismo porque vivió, al menos los últimos años, para inventar y no para urdir el éxito de sus inventos. La única vez que trató de vender una de sus ocurrencias cayó en franca desgracia. Cabalgaba en el despropósito del tránsito sexenal, como dijo algún ministro, y se vio instado a abandonar el servicio diplomático que a la sazón prestaba en La Habana. Regresó a México, con mamá y mis hermanos cubanos, pendiendo sólo de un clip: un broche especial de su invención, tan común hoy en día que no se le hecha de ver el ingenio, cuya patente estaba tramitando aquí el mejor de sus amigos. Cuando llegaba a La Habana las cartas alusivas, mamá invariablemente musitaba: qué raro que tu amigo siempre diga el invento y no tu invento, y papá invariablemente respondía: desconfiada, qué raro que siempre digas tu amigo y no nuestro amigo. Como era de esperarse, su amigo le robó la patente y papá, tras meses de privaciones, pasó de diplomático a inspector fiscal de provincia, y de espantar conversaciones perfumadas en lujosos salones a espantar iguanas que esperaban con ansia el excremento de sus vísceras en el campo abierto. No fueron siquiera patentados el semáforo de celuloide que se colocaba al final de la cuartilla y permitía saber cuántos renglones de escritura quedaban al final de la página en la vieja Remington, ni los círculos fosforescentes puestos en los respaldos de las butacas del cine, que delataban, iluminados por el reflejo de la luz de la pantalla, los asientos desocupados den los maravillosos tiempos de la permanencia voluntaria.
Cuando ya no tenía otra ocupación que la de inventar, papá se procuró una retahíla de comodidades que le consentían quedarse sentado en su escritorio. No existía entonces la  pastilla disolvente que puede llevarse a cualquier parte si usted padece agruras. Papá inventó un salero en forma de pluma fuente que, al ser girada, dejaba al descubierto unas perforaciones por donde se vaciaba, sobre un simple vaso de agua, su contenido efervescente, útil para usted que va de aquí para allá y ni manera de andar cargando con el frascote Picot. Pero papá jamás salía de casa y su invención no tenía otro objeto que la permanencia en su escritorio cuando lo asaltaban las agruras.
Tanto cuento para decir solamente que soy hijo de papá; que amo los enseres del escritorio —los papeles y los lápices y sobre todo las gomas de borrar—tanto o más que la escritura; en fin, que estar sentado en mi escritorio (aval de mi acedia y mi jubilación, tan prematura como mi nostalgia) justifica mi vida. Escribir es una manera de quedarse en casa: tener la sal de uvas a la mano para aliviar la acides sin necesidad de levantarse.

Octubre, 1982.