Uno
Por: Gonzalo Celorio / Del libro “El viaje sedentario”
Cuando murió papá, yo tenía
la edad de Alicia, del pequeño escribiente florentino, del grumete que llegó a
almirante. Entonces los enfermos se morían en casa, rodeados de parientes y
amigos inoportunos al llegar, que dejaban, generosos, un poco de su salud
desperdigada por la habitación al despedirse. Lo primero que hice cuando mis
hermanos me despertaron para decirme que ya, fue sentarme, todavía amodorrado,
en la enorme silla giratoria y husmear los cajones del escritorio de papá. Mi hermana
mayor me dijo indignada: cierra ahí. Yo no pretendía robarme, como ella
seguramente pensó, los objetos que siempre había codiciado: el desamor diminuto,
los papeles de colores, el lapicero negro, la perforadora de pinza, que hacía
un hoyo rombal, como las que usaban los inspectores del camión para marcar los
boletos húmedos y arrugados. Yo solo quería creer, a fuerza de nostalgia —aunque fuera prematura —, que papá
estaba muerto en el cuarto de al lado.
Desde que se jubiló,
cuando yo no tenía más lecturas que las de mi libro Poco a poco y sufría paralelamente el texto de gramática española
de Gutiérrez Eskildsen, papá transcurría por los días y los insomnios, sentado en su
escritorio, inventando artilugios que nunca triunfarían o que ya eran moneda
corriente de otras partes y aun en otros tiempos sin que él se hubiera enterado
siquiera. A fin de cuentas, daba lo mismo porque vivió, al menos los últimos años,
para inventar y no para urdir el éxito de sus inventos. La única vez que trató
de vender una de sus ocurrencias cayó en franca desgracia. Cabalgaba en el despropósito
del tránsito sexenal, como dijo algún ministro, y se vio instado a abandonar el
servicio diplomático que a la sazón prestaba en La Habana. Regresó a México, con
mamá y mis hermanos cubanos, pendiendo sólo de un clip: un broche especial de
su invención, tan común hoy en día que no se le hecha de ver el ingenio, cuya
patente estaba tramitando aquí el mejor de sus amigos. Cuando llegaba a La Habana
las cartas alusivas, mamá invariablemente musitaba: qué raro que tu amigo siempre
diga el invento y no tu invento, y papá invariablemente respondía:
desconfiada, qué raro que siempre digas tu
amigo y no nuestro amigo. Como era de
esperarse, su amigo le robó la patente y papá, tras meses de privaciones, pasó
de diplomático a inspector fiscal de provincia, y de espantar conversaciones
perfumadas en lujosos salones a espantar iguanas que esperaban con ansia el
excremento de sus vísceras en el campo abierto. No fueron siquiera patentados
el semáforo de celuloide que se colocaba al final de la cuartilla y permitía
saber cuántos renglones de escritura quedaban al final de la página en la vieja
Remington, ni los círculos fosforescentes puestos en los respaldos de las
butacas del cine, que delataban, iluminados por el reflejo de la luz de la
pantalla, los asientos desocupados den los maravillosos tiempos de la
permanencia voluntaria.
Cuando ya no tenía otra
ocupación que la de inventar, papá se procuró una retahíla de comodidades que
le consentían quedarse sentado en su escritorio. No existía entonces la pastilla disolvente que puede llevarse a
cualquier parte si usted padece agruras. Papá inventó un salero en forma de
pluma fuente que, al ser girada, dejaba al descubierto unas perforaciones por
donde se vaciaba, sobre un simple vaso de agua, su contenido efervescente, útil
para usted que va de aquí para allá y ni manera de andar cargando con el
frascote Picot. Pero papá jamás salía de casa y su invención no tenía otro
objeto que la permanencia en su escritorio cuando lo asaltaban las agruras.
Tanto cuento para decir
solamente que soy hijo de papá; que amo los enseres del escritorio —los papeles y los lápices y sobre todo las gomas de borrar—tanto
o más que la escritura; en fin, que estar sentado en mi escritorio (aval de mi
acedia y mi jubilación, tan prematura como mi nostalgia) justifica mi vida. Escribir
es una manera de quedarse en casa: tener la sal de uvas a la mano para aliviar
la acides sin necesidad de levantarse.
Octubre, 1982.