Por: Haruki Murakami
Traducción de: Lourdes Porta
Relato
comprendido dentro del libro "Después del terremoto" (2000)
Sinopsis:
La
magnitud del terremoto que en 1995 asoló la ciudad japonesa de Kobe, y que se
cobró más de cinco mil vidas, movió a Haruki Murakami a dedicar a este
terrible suceso seis impactantes historias que transcurren poco después de la
tragedia. El protagonista omnisciente, y también el más conmovedor, es el
propio seísmo, que, unas veces de manera sutil, otras de modo muy
significativo, irrumpe en las vidas de aquellos que sobrevivieron al
apocalipsis. Del dolor inconsolable de una nación aterrada Murakami ha sabido
extraer muchas verdades sobre la naturaleza del sufrimiento humano.
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Estuvo cinco días enteros sentada frente
al televisor. En silencio, con los ojos clavados en las imágenes de hospitales
y bancos derruidos, calles comerciales calcinadas por el fuego, líneas férreas,
autopistas cortadas. Hundida en el sofá, con los labios apretados con fuerza,
ni siquiera respondía cuando Komura le hablaba. Ni tan sólo afirmaba o negaba
con un leve movimiento de cabeza. Él ni siquiera tenía claro si ella llegaba a
percibir su voz.
Su esposa era de
Yamagata y, que Komura supiese, no tenía ni familiares ni conocidos en los
alrededores de Kobe. A pesar de ello, de la mañana a la noche, no se apartaba
del televisor. No comía ni bebía, al menos en su presencia. Ni siquiera iba al
lavabo. No hacía el menor movimiento, aparte del de cambiar de canal con el
mando a distancia.
Komura se tostaba él
mismo el pan, se tomaba el café y se iba al trabajo. De regreso, se la
encontraba sentada frente al televisor en la misma postura en que la había
dejado por la mañana. A él no le quedaba más remedio que improvisar una cena
sencilla con lo que había en el refrigerador y tomársela solo. Cuando se iba a
dormir, ella seguía con los ojos fijos en la pantalla del noticiario de la
madrugada. Circundada por un muro de silencio. Al final, Komura desistió de
dirigirle siquiera la palabra.
El quinto día, un
domingo, cuando Komura volvió del trabajo a la hora acostumbrada, su esposa
había desaparecido.
Komura trabajaba de
comercial en un prestigioso establecimiento de Akihabara especializado en
equipos de sonido. Vendía productos de alta gama y, a su sueldo, le sumaba una
comisión por venta realizada. Su clientela la componían, en su mayor parte,
médicos, empresarios acaudalados y provincianos ricos. Ya hacía casi ocho años
que trabajaba allí y sus ingresos nunca habían sido bajos, ni siquiera al
principio. Era una época de gran prosperidad económica, el precio del suelo
subía y Japón entero rebosaba dinero. Parecía que todo el mundo tuviera la
cartera repleta de billetes de diez mil yenes y unas ganas irrefrenables de gastárselos.
Los artículos más caros eran los que primero se vendían.
Alto, esbelto, siempre
bien vestido, muy sociable, Komura había salido, de soltero, con muchas
mujeres. Sin embargo, tras casarse a los veintiséis años, sus ansias de
búsqueda de emoción sexual habían desaparecido como por ensalmo, de un modo
extraño. Durante los cinco años que llevaba de matrimonio no se había acostado
con ninguna otra mujer. Y no es que le hubieran faltado oportunidades. Sólo que
había perdido el interés en los romances pasajeros. Prefería volver temprano a
casa, cenar tranquilamente con su esposa, charlar un rato en el sofá y, luego,
irse a la cama y hacer el amor. Esto era cuanto deseaba.
Cuando Komura se casó,
todos sus amigos y compañeros de trabajo -en mayor o menor grado, aunque sin
excepción- habían sacudido la cabeza incrédulos. Frente a los rasgos clásicos y
agraciados de Komura, su esposa mostraba unas facciones vulgares. Y no se
trataba sólo de su fisonomía. Tampoco su carácter poseía ningún atractivo en
particular. Era taciturna, con un aire siempre malhumorado. Corta de talla, los
brazos gruesos, la expresión obtusa.
Sin embargo, Komura
—aunque ni él mismo pudiese explicarse la razón—-, cuando se encontraba bajo el
mismo techo que ella, sentía cómo sus tensiones desaparecían. Dormía
apaciblemente por las noches. Ya no lo turbaban sueños extraños. Sus erecciones
eran duras; sus relaciones sexuales, de una intimidad plena. Habían dejado de
inquietarle la muerte, las enfermedades venéreas, la inconmensurabilidad del universo.
Su esposa, por el
contrario, aborrecía la agobiante vida urbana de Tokio y quería regresar a
Yamagata. Añoraba a sus padres y a sus dos hermanas mayores, y cuando el
sentimiento de nostalgia se recrudecía, regresaba sola a su pueblo. Propietaria
de un hotel tradicional japonés, su familia gozaba de gran desahogo económico
y, como el padre idolatraba a su hija menor, le costeaba gustoso las escapadas.
Para Komura no era una novedad volver del trabajo y encontrarse con que su
mujer había desaparecido tras dejar una nota sobre la mesa de la cocina en la
que anunciaba que había ido a visitar a sus padres y que volvería unos días
después. Ante esto, Komura jamás había expresado una sola queja. Se había
limitado a esperar en silencio el regreso de su esposa. Y una semana o diez
días más tarde, ella siempre volvía, ya de mejor humor.
Sin embargo, esta vez,
cinco días después del terremoto, Komura leía en la carta que ella había dejado
al irse: «No volveré nunca más». Y explicaba de forma concisa, pero muy clara,
por qué no quería seguir al lado de Komura: «El problema», decía su mujer, «es
que en ti no hay nada que me llene. Hablando claro, dentro de ti no hay nada
que pueda llenarme. Eres cariñoso, amable, guapo, pero vivir contigo es como
vivir con una masa de aire. Ya sé que la culpa no es sólo tuya. Seguro que
encontrarás a muchas otras mujeres. No me llames. Deshazte de todas mis cosas».
Curioso modo de hablar
porque apenas había dejado nada atrás. Su ropa, sus zapatos, su paraguas, su
tazón, su secador: todo había desaparecido. Lo habría enviado, todo a la vez,
por un servicio de mensajería, o algo así, después de que él se hubiera ido a
trabajar por la mañana. Los únicos objetos que habían quedado allí susceptibles
de ser llamados «sus cosas» eran la bicicleta que usaba para ir a la compra y
unos cuantos libros. De los estantes de cedés habían desaparecido casi todos
los discos de los Beatles y de Bill Evans a pesar de que Komura los
coleccionaba desde antes de casarse.
Al día siguiente,
Komura telefoneó a casa de los padres de su mujer, en Yamagata. Contestó su
suegra, le dijo que su hija no quería hablar con él. En el tono de la madre se
traslucía, hacia Komura, cierto sentimiento de culpabilidad. Le dijo que le
enviarían los papeles por correo, que él estampara su sello personal y los
reenviara lo antes posible. Komura objetó que aquél no era un asunto que
pudiera resolver «lo antes posible», se trataba de algo importante, necesitaba
tiempo para reflexionar.
—Por más que
reflexiones, nada va a cambiar -repuso la madre.
Komura se dijo que
probablemente ella tuviera razón. Por más que esperara, por más que
reflexionase, ya nada volvería a ser como antes. Él lo sabía muy bien.
Poco después de
reenviar los papeles, ya sellados, Komura se tomó una semana de vacaciones
pagadas. Su jefe ya sabía, más o menos, lo que había ocurrido, y además febrero
era una época de poco trabajo, de modo que se la concedió sin poner objeciones.
Parecía que el jefe tenía ganas de añadir algo, pero al final no lo hizo.
—Oye, Komura. Me han
dicho que te tomas unos días de descanso. ¿Qué vas a hacer?
Durante la hora del
almuerzo, Sasaki, un compañero de trabajo, se le había acercado y lo
interrogaba.
—No lo sé.
Sasaki era unos tres
años más joven, soltero. De baja estatura, pelo corto, llevaba gafas redondas
con la montura dorada. Muy hablador y un poco arrogante, despertaba las
antipatías de mucha gente, pero con Komura, de carácter más bien apacible, no
se llevaba mal.
—Una ocasión así hay
que aprovecharla. ¿Por qué no haces un viajecito tranquilo?
—Sí, quizás —dijo
Komura.
Sasaki se limpió las
lentes de las gafas con un pañuelo, luego clavó la mirada en el rostro de
Komura, espiando su reacción.
—¿Has estado alguna vez
en Hokkaido?
—Nunca —respondió
Komura.
—¿Y no te apetecería
ir?
—¿Por qué?
Sasaki carraspeó,
entrecerró los ojos.
—La verdad es que tengo
que enviar un paquetito a Kushiro y se me ha ocurrido que podrías llevármelo
tú. Si lo hicieras, me harías un gran favor y yo te pagaría muy a gusto el
billete de avión de ida y vuelta. También me encargaría de encontrarte
alojamiento.
—¿Un paquetito?
—De este tamaño —dijo
Sasaki trazando con los dedos de ambas manos la figura de un cubo de unos diez
centímetros—. Y apenas pesa.
—¿Algo del trabajo?
Sasaki negó con la
cabeza.
—No, nada que ver. Es
cien por cien algo personal. Sólo que tengo miedo de que lo manejen de
cualquier manera y no quiero enviarlo por correo o por mensajero. Preferiría
que lo llevara en mano algún conocido. Ya sé que podría encargarme yo mismo,
pero no consigo encontrar un hueco para ir a Hokkaido.
—¿Es algo importante?
Sasaki curvó los labios
cerrados y, acto seguido, afirmó con un movimiento de cabeza.
—Pero no es ningún
objeto frágil, ni peligroso: nada con lo que tengas que andarte con cuidado.
Basta con transportarlo sin más. Tampoco tendrás problemas con los rayos X de
los controles del aeropuerto. No te ocasionará ninguna molestia. Eso de que no
quiera enviarlo por correo, en realidad, es un capricho.
En Hokkaido, durante el
mes de febrero, era previsible que hiciera un frío horroroso. Pero a Komura
tanto le daba el frío como el calor.
—¿Y a quién tendría que
entregárselo?
—Mi hermana pequeña
vive allí.
Komura no había hecho
planes para las vacaciones y, además, le daba pereza hacerlos, así que decidió
aceptar el ofrecimiento. Nada le impedía ir a Hokkaido. Sasaki telefoneó
inmediatamente a una compañía aérea y reservó un billete para Kushiro. Un
billete para dos días después.
Al día siguiente, en el
lugar de trabajo, Sasaki le entregó un objeto parecido a una pequeña caja de
cenizas envuelta en papel marrón. A juzgar por el tacto, la caja era de madera.
Tal como le había dicho, apenas pesaba. El envoltorio estaba precintado con una
ancha cinta de celofán. Paquete en mano, Komura se lo quedó mirando unos
instantes. A modo de prueba, lo sacudió suavemente, pero no se produjo reacción
alguna, ningún sonido.
—Mi hermana irá a
recogerte al aeropuerto. Ella se encargará del hotel —le dijo Sasaki—. Espérala
junto a la puerta de desembarque con la cajita en la mano, en un lugar visible.
Y no te preocupes. El aeropuerto no es muy grande.
Antes de salir de casa,
Komura envolvió la caja que le habían confiado en una gruesa camisa que llevaba
de muda y la colocó hacia el medio de la bolsa de viaje. El avión iba mucho más
lleno de lo que había supuesto. Komura se preguntó con extrañeza qué diablos
iba a hacer toda aquella gente a Kushiro en pleno invierno.
El periódico continuaba
repleto de artículos sobre el terremoto. Tomó asiento y leyó, de cabo a rabo,
la edición matutina. El número de víctimas mortales continuaba creciendo. El
agua y la electricidad seguían cortadas en muchas zonas, la gente había perdido
sus casas. Se iba revelando una tragedia tras otra. Pero a los ojos de Komura
todos aquellos detalles eran extrañamente planos, carentes de profundidad. Su
eco le parecía monocorde y lejano. Lo único en lo que podía centrar, mal que
bien, la atención era en su esposa, y en lo rápido que se estaba alejando de
él.
Komura reseguía
maquinalmente con los ojos los artículos sobre el terremoto, pensaba de vez en
cuando en su mujer, volvía a deslizar la mirada sobre algún artículo. Cuando se
hubo cansado de pensar en su esposa y de ir persiguiendo los caracteres, cerró
los ojos y se sumió en un breve sueño. Al despertar volvió a pensar en su
mujer. ¿Por qué había estado siguiendo con tanta pasión, de la mañana a la
noche, olvidándose incluso de comer y de beber, las noticias sobre el
terremoto? ¿Qué diablos había visto en ellas?
Dos mujeres jóvenes,
vestidas con abrigos de idéntico diseño y color, se acercaron a Komura en el
aeropuerto. Una tenía la tez blanca, mediría alrededor de un metro setenta de
estatura y llevaba el pelo corto. Entre su nariz y el labio superior se
extendía una curiosa superficie que hacía pensar en un ungulado de pelo duro.
La otra mediría un metro cincuenta y cinco y, dejando aparte que tenía la nariz
demasiado pequeña, no era fea. Llevaba el pelo liso, largo hasta los hombros.
Las orejas le quedaban al descubierto y, en el lóbulo de la derecha, tenía dos
lunares. Como llevaba pendientes, éstos destacaban más de la cuenta. Ambas
debían de rondar los veinticinco años. Las dos condujeron a Komura hasta la
cafetería del aeropuerto.
—Me llamo Keiko Sasaki
—dijo la más alta—. Y ésta es la señorita Shimao, una amiga mía.
—Mucho gusto -dijo
Komura.
—Hola —dijo Shimao.
—Mi hermano me ha
contado que su esposa ha fallecido recientemente —dijo Keiko Sasaki con
expresión compungida.
—¡Oh, no! No está
muerta —rectificó Komura tras una breve pausa.
—¡Pero si ayer mi
hermano me lo dijo claramente por teléfono! Que usted había perdido a su
esposa.
—No, no. Sólo nos hemos
separado. Por lo que sé, se encuentra de maravilla.
—¡Qué raro! Es
imposible que haya entendido mal una cosa así.
Debido a la confusión,
ponía cara de sentirse herida en lo más profundo. Komura se echó un poco de
azúcar en el café y lo removió despacio con la cuchara. Tomó un sorbo. El café,
aguado, era insípido; más que en esencia, parecía estar presente de manera
simbólica, no real. «¿Pero qué diablos estoy haciendo aquí?», se preguntó
Komura con extrañeza.
—Debo de haberlo
entendido mal. Es la única explicación que se me ocurre —dijo Keiko Sasaki,
reponiéndose. Respiró hondo, se mordisqueó los labios—. Lo siento mucho. He sido
terriblemente grosera.
—No se preocupe. Total,
viene a ser lo mismo.
Mientras ellos
hablaban, Shimao observaba a Komura en silencio, esbozando una sonrisa. Al
parecer, había captado su simpatía. Él lo advirtió en la expresión de su rostro
y en algunos pequeños gestos. El silencio cayó momentáneamente sobre los tres.
—¡En fin! Primero, lo
más importante: el paquete —dijo Komura. Descorrió la cremallera de la bolsa y,
de entre los pliegues de una gruesa camisa de esquí, sacó el envoltorio que le
habían confiado. «Pensándolo bien, se suponía que debía llevarlo en la mano»,
se acordó Komura. «Era la señal. ¿Cómo me habrán reconocido estas dos?»
Keiko Sasaki alargó
ambos brazos por encima de la mesa, tomó el paquete y se lo quedó mirando con
ojos inexpresivos. Luego lo sopesó y, tal como había hecho Komura, se lo llevó
al oído y lo sacudió varias veces con suavidad. Dirigió una sonrisa a Komura
para indicarle que todo estaba en regla y guardó la caja en un bolso grande.
—Tengo que hacer una
llamada. Discúlpeme un momento —dijo Keiko.
—Por supuesto. Faltaría
más. Adelante —repuso Komura.
Keiko se colgó el bolso
al hombro y se encaminó hacia una cabina que se veía a lo lejos. Komura siguió
con la mirada su figura de espaldas. La parte superior del cuerpo de la mujer
permanecía fija y únicamente la inferior, de cintura para abajo, se iba
desplazando con grandes y ágiles movimientos, como si fuera una máquina.
Mientras observaba su modo de andar, Komura tuvo la extraña sensación de que
una escena del pasado irrumpía de pronto, sin lógica alguna, en el presente.
—¿Es la primera vez que
viene a Hokkaido?-le preguntó Shimao.
Komura movió la cabeza
en ademán negativo.
—Está lejos, ¿verdad?
Komura asintió. Y miró
a su alrededor.
—Aunque lo cierto es
que no tengo la sensación de haberme ido tan lejos. Resulta extraño.
—Es culpa del avión. Va
demasiado rápido -dijo Shimao-. El cuerpo se desplaza, pero la mente no puede
seguirlo.
—Sí, tal vez.
—¿Y usted quería ir
lejos?
—Es posible.
—¿Porque su mujer se ha
marchado?
Komura asintió.
—Por muy lejos que uno
vaya, jamás puede huir de sí mismo —dijo Shimao.
Komura, que estaba
contemplando distraídamente el azucarero que había sobre la mesa, alzó la
cabeza y clavó la mirada en el rostro de la mujer.
—Sí. Tienes razón. Por
muy lejos que vayas, no puedes huir de ti mismo. Pasa igual que con la sombra.
Te sigue a todas partes.
—Seguro que usted
quería mucho a su esposa, ¿verdad?
Komura prefirió no
responder.
—Eres amiga de Keiko
Sasaki, ¿no?
—Sí. Somos compañeras.
—¿Compañeras de qué?
—¿Tiene hambre?
-preguntó Shimao a modo de respuesta.
—No lo sé —dijo
Komura—. Me da la sensación de que sí y, a la vez, de que no.
—Iremos a comer algo
caliente los tres. Cuando haya tomado algo caliente, se sentirá mucho mejor.
Conducía Shimao. El coche
era un Subaru pequeño de doble tracción. A juzgar por el estado del vehículo,
ya debía de llevar más de doscientos mil kilómetros recorridos. El parachoques
trasero tenía una gran abolladura. Keiko Sasaki ocupó el asiento del copiloto y
Komura se sentó en el estrecho espacio posterior. Shimao no conducía
especialmente mal, pero el asiento trasero rechinaba de manera atroz y la
suspensión del coche estaba muy dañada. El cambio automático era brusco, el
aire acondicionado funcionaba a rachas. A Komura, al cerrar los ojos, lo asaltó
la ilusión de encontrarse metido en el bombo de una lavadora.
En las calles de
Kushiro no había nieve acumulada. Sólo se veían restos helados, viejos y sucios
como palabras obsoletas, esparcidos, aquí y allá, a ambos lados del camino. Las
nubes pendían, bajas, y la oscuridad lo envolvía todo a pesar de que todavía
faltaban unas horas para el crepúsculo. El viento cortaba las tinieblas con un
silbido agudo. Apenas se veían transeúntes andando por la calle. El paisaje era
el colmo de la desolación: incluso los semáforos parecían congelados.
—Ésta es una de las
zonas de Hokkaido donde cuesta más que se amontone la nieve —explicó Keiko
Sasaki en voz alta volviéndose hacia atrás—. Como está cerca del mar y el
viento es muy fuerte, aunque la nieve cuaje se dispersa enseguida. Pero hace un
frío que pela. Parece que se te vayan a caer las orejas.
—Si un borracho se
duerme en la calle, muere por congelación —apuntó Shimao.
—¿Se ven osos por aquí?
-preguntó Komura.
Keiko miró a Shimao y se
rio.
—¿Has oído? Que si hay
osos, dice.
Shimao soltó una
risita.
—No conozco bien
Hokkaido —dijo Komura a modo de disculpa.
—Hay una historia muy
divertida sobre osos —aclaró Keiko—. ¿Verdad? —añadió dirigiéndose a Shimao.
—¡Divertidísima!
-asintió ella.
Sin embargo, la
conversación se interrumpió en este punto y la historia sobre los osos nunca
llegó a empezar. Tampoco Komura preguntó nada al respecto. Pronto llegaron a su
destino. Un gran establecimiento de fideos a pie de carretera. Dejaron el coche
en el aparcamiento y entraron los tres juntos en el local. Komura se tomó una
cerveza y comió unos ramen calientes. El restaurante estaba sucio, no había
nadie, las mesas y las sillas se bamboleaban, pero el ramen era muy bueno y,
después de tomarlo, Komura se sintió, realmente, mucho más relajado.
—¿Hay algo especial que
quieras hacer en Hokkaido? —le preguntó Keiko Sasaki—. Mi hermano me ha dicho
que te quedarás una semana.
Komura reflexionó unos
instantes, pero no se le ocurrió nada que le apeteciera hacer.
—¿Te gustaría ir a los
baños termales? Meterte dentro del agua caliente y relajarte. Aquí cerca hay
unos baños rústicos, pequeños y muy agradables.
—No estaría mal —dijo
Komura.
—Seguro que le
gustarán. Son fantásticos. Y por allí no hay osos.
Ambas mujeres se
miraron a la cara y soltaron una risita burlona.
—Oye, Komura, ¿puedo
preguntarte algo sobre tu esposa? —dijo Keiko.
—Sí.
—¿Cuándo se marchó?
—Cinco días después del
terremoto, o sea, hace ya dos semanas.
—¿Tiene algo que ver
con el terremoto?
Komura sacudió la
cabeza.
—No, no lo creo.
—Es posible que haya
algún punto de conexión, ¿no? —dijo Shimao ladeando ligeramente la cabeza.
—Sólo que tú no eres
consciente de ello —dijo Keiko.
—Sí, porque estas cosas
pasan —añadió Shimao.
—¿Y qué quieres decir
con «estas cosas»? —preguntó Komura.
—Muy sencillo -dijo
Keiko—. Pues que a un conocido nuestro le pasó lo mismo.
—¿Te refieres al señor
Saeki? —preguntó Shimao.
—Sí —contestó Keiko—.
Por aquí hay un señor que se llama Saeki. Vive en Kushiro. Tiene unos cuarenta
años y es peluquero. Su esposa, el otoño pasado, vio un ovni. Conducía el coche
sola, a medianoche, por las afueras de la ciudad, y vio cómo un gran platillo
volante aterrizaba en medio del páramo. ¡Pum! Como en Encuentros en la tercera
fase . Y una semana más tarde se fue de casa. No había habido ningún problema
entre ellos, ¿sabes?, pero ella desapareció y nadie la ha vuelto a ver.
—Nunca más —dijo
Shimao.
—¿Y el motivo es el
ovni? —preguntó Komura.
—El motivo no se
conoce. Pero ella se marchó un buen día, sin dejar ni siquiera una nota,
después de llevar a sus dos niños al colegio —respondió Keiko—. Dicen que
durante la semana anterior a su desaparición, daba igual con quién se
encontrara, ella no hablaba más que del ovni. Charlaba y charlaba sin parar. De
lo enorme, de lo bonito que era.
Ambas esperaron a que
Komura asimilara bien la historia.
—A mí me dejaron una
nota —dijo Komura—. Y yo no tengo hijos.
—¡Ah! Entonces tu caso
no es tan terrible como el del señor Saeki —dijo Keiko.
—Sí. Que haya o no haya
niños es vital —añadió Shimao, afirmando con un movimiento de cabeza.
—El padre de Shimao se
fue cuando ella tenía siete años —explicó Keiko frunciendo el entrecejo—. Se
fugó con la hermana pequeña de su mujer.
—Un día, sin más —dijo
Shimao, risueña.
Cayó el silencio.
—Quizá la esposa del
señor Saeki no se fue, sino que se la llevaron los extraterrestres —añadió
Komura para suavizar las cosas.
—Puede ser —dijo Shimao
con cara seria—. Se oyen historias de esas a menudo.
—Claro que también es
posible que la devorara un oso mientras iba andando por la calle —dijo Keiko.
Las dos volvieron a
echarse a reír.
Al salir del
restaurante, los tres se dirigieron hacia un love-hotel cercano. En las
afueras, había una calle donde los love-hotel
alternaban con los comercios de fabricantes de lápidas mortuorias y, una vez
allá, Shimao condujo el coche hacia uno de esos hoteles por horas. Era un
edificio extraño que reproducía la forma de un castillo occidental. En la
cúspide se enarbolaba una bandera triangular de color rojo.
Keiko recogió la llave
en recepción, luego, los tres tomaron el ascensor y subieron a la habitación.
Frente a la pequeñez de las ventanas, la cama era ridículamente grande. Komura
se quitó el plumífero, lo colgó de una percha y, mientras iba al escusado a
hacer sus necesidades, las dos mujeres, con gran eficiencia, hicieron correr el
agua dentro de la bañera, regularon la intensidad de la luz, comprobaron el
funcionamiento del aire acondicionado, encendieron el televisor, estudiaron el
menú del servicio de habitaciones, probaron los interruptores del cabezal de la
cama, atisbaron dentro del minibar.
—Este hotel lo lleva un
conocido mío —dijo Keiko Sasaki—. Por eso te han dado la habitación más grande.
Como ves, es un love-hotel , pero eso
no importa. Porque te da lo mismo, ¿no?
Komura repuso que le
era igual.
—Creo que es mucho más
inteligente alojarse aquí que en una de las habitaciones pequeñas y pobretonas
del business-hotel de delante de la
estación.
—Sí, tal vez.
—La bañera ya está
llena. ¿Por qué no te bañas?
Komura se metió en el
baño, tal como le sugería. La bañera era tan desproporcionadamente grande que
producía inseguridad bañarse en ella solo. Probablemente, todos los clientes se
bañasen en pareja. Cuando salió del baño, Keiko Sasaki había desaparecido.
Shimao estaba sola, viendo la televisión y tomándose una cerveza.
—Keiko se ha ido. Tenía
un compromiso, dice que la disculpes. Y que vendrá a recogerte mañana por la
mañana. Oye, ¿te importa que me quede un rato mientras me tomo la cerveza?
Komura dijo que le
parecía bien.
—¿Seguro que no te
molesto? ¿Que no prefieres estar solo? ¿Seguro que puedes relajarte estando con
alguien?
Komura le dijo que no
le molestaba. Se quedó un rato viendo un programa de la televisión con Shimao
mientras se tomaba una cerveza y se iba secando el pelo con una toalla. Era un
especial sobre el terremoto. Reproducía las mismas imágenes de siempre, una vez
más. Edificios ladeados, autopistas derruidas, ancianas llorosas, confusión e
ira que no iban dirigidos a nadie. Al llegar la hora de los anuncios, ella
apagó el televisor con el mando a distancia.
—Ya que estamos juntos,
podríamos hablar, ¿no te parece?
—De acuerdo.
—¿Y de qué?
—En el coche, vosotras
dos habéis mencionado una historia de osos —dijo Komura—. Una historia sobre
osos muy divertida.
—Sí. La historia de los
osos —dijo ella afirmando con un movimiento de cabeza.
—¿Me la cuentas?
—Claro.
Shimao sacó otra
cerveza de la nevera y llenó los dos vasos.
—Es una historia un
poco verde. ¿No te molestará que te la cuente yo?
Komura sacudió la
cabeza.
—Es que hay hombres a
quienes les molesta.
—A mí no.
—Es algo que me pasó a
mí, ¿sabes? Me da un poco de vergüenza contarlo.
—Si no te importa, me
gustaría escuchar la historia.
—A mí no me importa. Si
a ti no te molesta...
—No. A mí no.
—Sucedió hace unos tres
años, en la época en que ingresé en la escuela universitaria. Yo salía con un
chico. Un compañero de universidad, un año mayor que yo. El primer hombre con
el que me acosté. Los dos habíamos ido de excursión. A unas montañas que hay
hacia el norte, muy lejos. —Shimao tomó un sorbo de cerveza—. Era otoño y había
muchos osos por la montaña. En otoño, los osos son muy peligrosos porque están
haciendo acopio de alimento para la hibernación. A veces atacan a las personas.
Tres días antes habían atacado a un excursionista y lo habían herido de
gravedad. De modo que unos montañeros nos dieron un cascabel. Un cascabel del
tamaño de una campanilla colgante. Nos habían dicho que lo hiciéramos sonar
todo el rato mientras andábamos. Porque, así, los osos saben que hay hombres
por los alrededores y no aparecen. Es que los osos no atacan a los seres
humanos por gusto, ¿sabes? Los osos son omnívoros, pero se alimentan
principalmente de vegetales. No les hace falta atacar a las personas. Si se
topan de improviso con alguien en su territorio, se asustan, o se enfurecen, y
entonces, en un acto reflejo, se abalanzan sobre él. Así que, si vas andando
tocando el cascabel, ellos te evitan. ¿Entiendes?
—Entiendo.
—Total, que íbamos
caminando por un sendero de la montaña con el tintineo del cascabel. Y allí, en
un paraje desierto, él me suelta de repente que le habían entrado ganas de
hacer aquello. A mí tampoco me pareció mala idea y le dije que vale. Nos
apartamos del camino y nos metimos entre unos matorrales escondidos. Extendimos
un plástico sobre el suelo. Pero yo tenía miedo de los osos. Imagínate. Tú
estás haciendo el amor, te embiste un oso por la espalda y te mata. ¡Qué
situación! ¿No? Debe de ser horrible morir de esa manera. ¿No te parece?
Komura asintió.
—Total, que sujetamos
el cascabel con una mano y lo estuvimos agitando mientras hacíamos el amor.
Desde el principio hasta el final, todo el rato. ¡Tilín, tilín!
—¿Y cuál de los dos lo
tocaba?
—Lo hicimos por turno.
Cuando a uno se le cansaba la mano, lo sustituía el otro, y cuando éste se
cansaba, el otro volvía a tomar el relevo. Fue muy raro, ¿sabes? Eso de hacer
el amor sin dejar de agitar el cascabel —dijo Shimao—. Todavía ahora, cuando
estoy haciendo el amor, a veces me acuerdo de aquello y me troncho de risa.
También a Komura se le
escapó una risita.
Shimao dio unas
palmaditas, alborozada.
—¡Qué bien! Tú también
sabes reír.
—¡Pues claro! —dijo
Komura. Aunque, pensándolo bien, hacía mucho tiempo que no se reía. ¿Cuándo
había sido la última vez?
—Oye, ¿te importa que
tome un baño?
—No, no me importa.
Mientras ella estaba en
el aseo, Komura se quedó mirando un programa de variedades que presentaba un
actor cómico con un potente chorro de voz. No conseguía verle la gracia por
ningún lado, pero Komura era incapaz de discernir si la culpa era del programa
o suya. Bebió cerveza, abrió una bolsa de almendras del minibar y se las comió
todas. Shimao pasó una considerable cantidad de tiempo en el baño, pero, al
final, apareció envuelta sólo en una toalla y se sentó en la cama. Se
desprendió de la toalla y se escurrió entre las sábanas como un gato. Luego
miró de frente a Komura.
—Oye, Komura. ¿Cuándo
fue la última vez que hiciste cosas verdes con tu mujer?
—Me parece que fue a
finales de diciembre.
—¿Y desde entonces
nada?
—No.
—¿Ni con otra persona?
Komura asintió con los
ojos cerrados.
—Lo que tú necesitas
ahora es relajarte y disfrutar de la vida de una manera más abierta —dijo
Shimao—. ¿No te parece? Piensa que mañana quizás haya un terremoto. O a lo
mejor se te llevan los extraterrestres, o quizá te devora un oso. Nadie sabe lo
que va a pasar.
—No, nadie lo sabe —repitió Komura.
—¡Tilín! ¡Tilín! —dijo
Shimao.
Tras varios intentos
fallidos, Komura desistió de hacer el amor con ella. Era la primera vez que le
sucedía.
—Estabas pensando en tu
mujer, ¿verdad? —preguntó Shimao.
—Sí —respondió Komura.
Pero, a decir verdad, lo que ocupaba su mente eran las escenas del terremoto.
Como en una proyección de diapositivas, aparecía una, se borraba otra. Aparecía
una, se borraba otra. Autopistas, llamas, humo, montañas de escombros, grietas
en las calles. Él no podía cortar esta sucesión de imágenes mudas.
Shimao posó la oreja en
el pecho desnudo de Komura.
—Estas cosas pasan —dijo.
—Sí.
—Mejor que no le des
importancia.
—Intentaré no dársela —dijo Komura.
—O sea, que se la das.
Ya. Como todos los hombres.
Komura enmudeció.
Shimao pellizcó
suavemente los pezones de Komura.
—Oye, Komura. Antes has
dicho que tu esposa te dejó una nota al marcharse, ¿verdad?
—Eso he dicho.
—Y en esa nota, ¿qué
ponía?
—Pues que vivir conmigo
era como vivir con una masa de aire.
—¿Una masa de
aire? —Shimao ladeó la cabeza y alzó los
ojos hacia el rostro de Komura—. ¿Y qué significa eso?
—Que no tengo
contenido, supongo.
—¿No tienes contenido?
—Tal vez no. Pero no
sabría explicarlo. Dice que no tengo contenido, pero ¿el contenido qué diablos
es?
—Tienes razón. Si te
paras a pensar, ¿qué diablos es el contenido? —dijo Shimao—. A mi madre le
gustaba mucho la piel del salmón y siempre decía que ojalá los salmones
tuvieran sólo piel. O sea, que en algunos casos es mejor que no haya contenido.
¿No te parece?
Un salmón compuesto
sólo de piel. Komura intentó imaginárselo. Claro que, suponiendo que existiera
un salmón compuesto únicamente de piel, ¿no pasaría a ser la piel, en sí misma,
el contenido? Komura aspiró una gran bocanada de aire: la cabeza de la mujer se
elevó de manera visible, luego descendió.
—¿Sabes? No sé si
tienes contenido o no, pero pienso que eres muy simpático. Estoy segura de que
encontrarás a muchas mujeres que te comprenderán y que se enamorarán de ti.
—También ponía eso.
—¿La nota de tu esposa?
—Sí.
—¡Ah! —dijo Shimao con
tono de fastidio. Volvió a posar la oreja en el pecho de Komura. Él sintió el
pendiente como un cuerpo extraño secreto.
—Por cierto, ¿y la caja
que he traído? —dijo Komura—. ¿Qué contiene?
—¿Te preocupa?
—Hasta ahora no me ha
importado. Pero es curioso: ahora, no sé por qué, me preocupa.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace un momento.
—¿De repente?
—Sí, en cuanto me ha
venido a la cabeza. De repente.
—¿Por qué habrá
empezado a preocuparte, así, de repente?
Con la vista clavada en
el techo, Komura reflexionó unos segundos. «¿Por qué sería?»
Por unos instantes,
ambos aguzaron el oído al ulular del viento. Venía de algún lugar que Komura
ignoraba y pasaba de largo, rumbo a un lugar que Komura desconocía.
—La razón —susurró
Shimao— es que lo que había dentro de la caja era tu contenido. Tú lo has
traído hasta aquí sin saberlo y se lo has entregado, con tus propias manos, a
Keiko. Y ya nunca más podrás recuperarlo.
Komura se incorporó,
dejó caer la mirada sobre el rostro de la mujer. La pequeña nariz y los
lunares. En el profundo silencio resonaban los fuertes y secos latidos de su
corazón. Al doblar la espalda, sus huesos crujieron. Sólo duró un instante,
pero Komura supo que estaba a punto de ser poseído por una violencia brutal.
—Era una broma —dijo
Shimao al ver la expresión de su rostro—. He dicho lo primero que se me ha
pasado por la cabeza. Ha sido una broma de mal gusto. Lo siento. No me hagas
caso. No quería herirte.
Komura se serenó,
barrió la habitación con los ojos y, luego, volvió a sepultar la cabeza en la
almohada. Cerró los ojos, respiró hondo. La inmensidad de la cama lo rodeaba
como el mar de la noche. Se oía el silbido de un viento gélido. Los furiosos
latidos del corazón le sacudían los huesos.
—Oye, ¿ahora ya tienes
un poco la sensación real de haberte ido lejos?
—Tengo la sensación de
haberme ido lejísimos —dijo Komura con sinceridad.
Shimao trazaba con la
yema del dedo un dibujo complicado, como un conjuro, sobre el pecho de Komura.
—Pues el viaje sólo
acaba de empezar —dijo ella.