Del poemario Espantapájaros
Por: Oliverio Girondo
¿Resultará más
práctico dotarse de una epidermis de verruga que adquirir una psicología de
colmillo cariado?
Aunque ya han transcurrido muchos años, lo recuerdo perfectamente. Acababa de
formularme esta pregunta, cuando un tranvía me susurró al pasar: “¡En la vida
hay que sublimarlo todo… no hay que dejar nada sin sublimar!”
Difícilmente otra revelación me hubiese encandilado con más violencia: fue como
si me enfocaran, de pronto, todos los reflectores de la escuadra británica.
Recién me iluminaba tanta sabiduría, cuando empecé a sublimar, cuando ya lo
sublimaba todo, con un entusiasmo de rematador… de rematador sublime, se
sobreentiende.
Desde entonces la vida tiene un significado distinto para mí. Lo que antes me
resultaba grotesco o deleznable, ahora me parece sublime. Lo que hasta ese
momento me producía hastío o repugnancia, ahora me precipita en un colapso de
felicidad que me hace encontrar sublime lo que sea: de los escarbadientes a los
giros postales, del adulterio al escorbuto.
¡Ah, la beatitud de vivir en plena sublimidad, y el contento de comprobar que
uno mismo es un peatón afrodisiaco, lleno de fuerza, de vitalidad, de
seducción; lleno de sentimientos incandescentes, lleno de sexos indeformables;
de todos los calibres, de todas las especies: sexos con música, sin
desfallecimientos, de percusión! Bípedo implume, pero barbado con una barba
electrocutante, indescifrable. ¡Ciudadano genial —¡muchísimo más genial que
ciudadano!— con ideas embudo, ametralladoras, cascabel; con ideas que disponen
de todos los vehículos existentes, desde la intuición a los zancos! ¡Mamón que
usufructúa de un temperamento devastador y reconstituyente, capaz de enamorarse
al infrarrojo, de soldar vínculos autógenos de una sola mirada, de dejar
encinta una gruesa de colegialas con el dedo meñique!…
¡Pensar que antes de sublimarlo todo, sentía ímpetus de suicidarme ante
cualquier espejo y que me ha bastado encarar las cosas en sublime, para
reconocerme dueño de millares de señoras etéreas, que revolotean y se posan
sobre cualquier cornisa, con el propósito de darme docenas y docenas de hijos,
de catorce metros de estatura; grandes bebés machos y rubicundos, con una
cantidad de costillas mucho mayor que la reglamentaria, a pesar de tener
hermanas gemelas y afrodisíacas!…
Que otros practiquen —si les divierte— idiosincrasias de felpudo. Que otros
tengan para las cosas una sonrisa de serrucho, una mirada de charol.
Yo he optado, definitivamente, por lo sublime y sé, por experiencia propia, que
en la vida no hay más solución que la de sublimar, que la de mirarlo y resolverlo
todo, desde el punto de vista de la sublimidad.
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