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Luis Buñuel, durante el rodaje de «Nazarín», con Jesús Fernández, que dio vida a Ujo |
Hace
algunos años escribí unas páginas sobre Luis Buñuel. Las reproduzco:
Aunque todas las artes, sin excluir
a las más abstractas, tienen por fin último y general la expresión y recreación
del hombre y sus conflictos, cada una de ellas posee medios e instrumentos
particulares de encantamiento, y así constituye un dominio propio. Una cosa es
la música, otra la poesía, otra más el cine. Pero a veces un artista logra
traspasar los límites de su arte; nos enfrentamos entonces a una obra que
encuentra sus equivalentes más allá de su mundo. Algunas de las películas de
Buñuel – La edad de oro, Los olvidados – sin dejar de ser cine
nos acercan a otras comarcas del espíritu: ciertos grabados de Goya, algún
poema de Quevedo o Péret, un pasaje de Sade, un esperpento de Valle-Inclán, una
página de Gómez de la Serna…Estas películas pueden ser gustadas y juzgadas como
cine y asimismo como algo perteneciente al universo más ancho y libre de esas
obras, preciosas entre todas, que tienen por objeto tanto revelarnos la
realidad humana como mostrarnos una vía para sobrepasarla. A pesar de los obstáculos
que opone a semejantes empresas el mundo actual, la tentativa de Buñuel se
despliega bajo el doble arco de la belleza y de la rebeldía.
En Nazarín, con un estilo que huye de toda complacencia y que rechaza
todo lirismo sospechoso, Buñuel nos cuenta la historia de un cura quijotesco,
al que su concepción del cristianismo no tarda en oponerlo a la Iglesia, la
sociedad y la policía. Nazarín pertenece, como muchos de los personajes de
Pérez Galdós, a la gran tradición de los locos españoles. Su locura consiste en
tomar en serio al cristianismo y en tratar de vivir conforme a sus Evangelios.
Es un loco que se niega a admitir que la realidad sea lo que llamamos realidad
y no una atroz caricatura de la verdadera realidad. Como don Quijote, que veía
a Dulcinea en una labriega, Nazarín adivina en los rasgos monstruosos de la
prostituta Andra y del jorobado Ujo la imagen desvalida de los hombres caídos;
y en el delirio erótico de una histérica, Beatriz, percibe el rostro
desfigurado del amor divino. En el curso de la película – en la que abundan,
ahora con furor más concentrado y por eso mismo más explosivo, escenas del
mejor y más terrible Buñuel – asistimos a la curación del loco, es decir a su
tortura. Todos lo rechazan: los poderosos y satisfechos porque lo consideran un
ser incómodo y, al final, peligroso; las víctimas y los perseguidos porque
necesitan otro y más efectivo género de consuelo. El equívoco, y no solo los
poderes constituidos, lo persiguen. Si pide limosna, es un ser improductivo; si
busca trabajo, rompe la solidaridad de los asalariados. Aun los sentimientos de
las mujeres que lo siguen, reencarnaciones de María Magdalena, resultan al fin
ambiguos. En la cárcel, a la que lo han llevado sus buenas obras, recibe la
revelación última: tanto su “bondad” como la “maldad” de uno de sus compañeros
de pena, asesino y ladrón de iglesias, son igualmente inútiles en un mundo que
venera como valor supremo la eficacia.
Fiel a la
tradición del loco español, de Cervantes a Galdós, la película de Buñuel nos
cuenta la historia de una desilusión. Para don Quijote la ilusión era el
espíritu caballeresco; para Nazarín, el cristianismo. Pero hay algo más. A
medida que la imagen de Cristo palidece en la conciencia de Nazarín, comienza a
surgir otra: la del hombre. Buñuel nos hace asistir, a través de una serie de
episodios ejemplares, en el buen sentido de la palabra, a un doble proceso: el
desvanecimiento de la ilusión de la divinidad y el descubrimiento de la
realidad del hombre. Lo sobrenatural cede el sitio a lo maravilloso: la
naturaleza humana y sus poderes. Esta revelación encarna en dos momentos
inolvidables: cuando Nazarín ofrece los consuelos del más allá a la moribunda
enamorada y ésta responde, aislada a la imagen de su amante, con una frase
realmente estremecedora: cielo no, Juan sí: y a final, cuando Nazarín rechaza
la limosna de una pobre mujer para, tras un momento de duda, aceptarla – no ya
como dádiva sino como un signo de fraternidad –. El solitario Nazarín ha dejado
de estar solo: ha perdido a Dios pero ha encontrado a los hombres.
Este pequeño texto apareció en un folleto
de presentación de Nazarín en el
Festival Cinematográfico de Cannes. Se temía, no sin razón, que surgiese algún
equívoco sobre el sentido de la película, que no sólo es una crítica de la
realidad social sino de la religión cristiana. El riesgo de confusión, común a
todas las obras de arte, era mayor en este caso por el carácter de la novela
que inspiró a Buñuel. El tema de Pérez Galdós es la vieja oposición entre el
cristianismo evangélico y sus deformaciones eclesiásticas e históricas. El
héroe del libro es un cura rebelde e iluminado, un verdadero protestante:
abandona la Iglesia pero se queda con Dios. La película de Buñuel se propone
mostrar lo contrario: la desaparición de la figura de Cristo en la conciencia
de un creyente sincero y puro. En la escena de la muchacha agonizante, que es
una transposición del Diálogo entre un sacerdote y un moribundo de Sade, la mujer afirma el valor precioso e
irrecuperable del amor terrestre; si hay cielo, está aquí y ahora, en el
instante del abrazo carnal, no en un más allá sin horas y sin cuerpos. En la
escena de la prisión, el bandido sacrílego aparece como un hombre no menos
absurdo que el cura iluminado. Los crímenes del primero son tan ilusorios como
la santidad del segundo: si no hay Dios, tampoco hay sacrilegio ni salvación.
Nazarín no
es la mejor película de Buñuel pero es típica de la dualidad que rige su obra.
Por una parte, ferocidad y lirismo, mundo del sueño y la sangre que evoca
inmediatamente a otros dos grandes españoles: Quevedo y Goya. Por la otra, la
concentración de un estilo nada barroco que lo lleva a una suerte de sobriedad
exasperada. La línea recta, no el arabesco surrealista. Rigor racional: cada
una de sus películas, desde La edad de
oro hasta Viridiana, se despliega
como una demostración. La imaginación
más violenta y libre al servicio de un silogismo cortante como un cuchillo,
irrefutable como una roca: la lógica de Buñuel es la razón implacable del
marqués de Sade. Este nombre esclarece la relación entre Buñuel y el
surrealismo: sin ese movimiento habría sido de todos modos un poeta y un
rebelde; gracias a él, afiló sus armas. El surrealismo, que le reveló el
pensamiento de Sade, no fue para Buñuel una escuela de delirio sino de razón;
su poesía, sin dejar de ser poesía, se volvió crítica. En el recinto cerrado de
la crítica el delirio desplegó sus alas y se desgarró el pecho con las uñas.
Surrealismo de plaza de toros pero también surrealismo crítico: la corrida como
demostración filosófica.
Es un texto capital de
las letras modernas, De la libertad
considerada como una tauromaquia, Michel Leiris señala que su fascinación
ante el toreo depende de la fusión entre riesgo y estilo: el diestro – nunca
fue más exacta la palabra – debe afrontar la embestida sin perder la
compostura. Es verdad: las buenas maneras son imprescindibles para morir y
matar, al menos si se cree, como yo creo, que estos dos actos biológicos son
asimismo ritos, ceremonias. En el toreo el peligro alcanza la dignidad de la
forma y ésta la veracidad de la muerte. El torero se encierra en una forma que
se abre hacia el riesgo de morir. Es lo que en español llamamos temple: arrojo y afinación musical,
dureza y flexibilidad. La corrida, como la fotografía, es una exposición, y el
estilo de Buñuel, por doble elección estética y filosófica, es el de la
exposición. Exponer es exponerse, arriesgarse. También es poner fuera, mostrar
y demostrar: revelar. Los relatos de Buñuel son una exposición: revelan las
realidades humanas al someterlas, como si fuesen placas fotográficas, a la luz
de la crítica. El toreo de Buñuel es un discurso filosófico y sus películas son
el equivalente moderno de la novela filosófica de Sade. Pero Sade fue un
filósofo original y un artista mediano: ignoraba que el arte, que ama el ritmo
y la letanía, excluye la repetición y la reiteración. Buñuel es un artista y el
reproche que podría hacerse a sus películas no es de orden poético sino
filosófico.
El razonamiento que
preside a toda la obra de Sade puede reproducirse a esta idea: el hombre en sus
instintos, y el verdadero nombre de lo que llamamos Dios es miedo y deseo
mutilado. Nuestra moral es una codificación de la agresión y de la humillación;
la razón misma no es sino instinto que se sabe instinto y que tiene miedo de
serlo. Sade no se propuso demostrar que Dios no existe: lo daba por sentado.
Quiso mostrar cómo serían las relaciones humanas en una sociedad efectivamente
atea. En esto consiste su originalidad y el carácter único de su tentativa. El
arquetipo de una república de verdaderos hombres libres es la Sociedad de Amigos del Crimen; el del
verdadero filósofo, el asceta libertino que ha logrado alcanzar la
impasibilidad y que ignora por igual la risa y el llanto. La lógica de Sade es
total y circular: destruye a Dios pero no respeta al hombre. Su sistema puede
provocar muchas críticas excepto la de la incoherencia. Su negación es
universal: si algo afirma es el derecho a destruir y a ser destruido. La crítica
de Buñuel tiene un límite: el hombre. Todos nuestros crímenes son los crímenes
de un fantasma: Dios. El tema de Buñuel no es la culpa del hombre sino la de
Dios. Esta idea, presente en todas sus películas, es más explícita y directa en
La edad de oro y Viridiana, que son para mí, con Los
olvidados, sus creaciones más plenas y perfectas. Si la obra de Buñuel es
una crítica de la ilusión de Dios, vidrio deformante que no nos deja ver al
hombre tal cual es, ¿cómo son realmente los hombres y qué sentido tendrán las
palabras amor y fraternidad en una sociedad de
verdad atea?
La respuesta de Sade, sin
duda, no satisface a Buñuel. Tampoco creo que, a estas alturas, se contente con
las descripciones que nos hacen las utopías filosóficas y políticas. Aparte de
que esas profecías son inverificables, al menos por ahora, es evidente que no
corresponden a lo que sabemos sobre el hombre, su historia y su naturaleza.
Creer en una sociedad atea regida por la armonía natural – sueño que todos
hemos tenido – equivaldría ahora a repetir la apuesta de Pascal, sólo que en
sentido contrario. Más que una paradoja sería un acto de desesperación:
conquistaría nuestra admiración, no nuestra adhesión. Ignoro cuál sería la
respuesta que podría dar Buñuel a estas preguntas. El surrealismo, que negó
tantas cosas, estaba movido por un gran viento de generosidad y fe. Entre sus
ancestros se encuentran no solo Sade y Lautréamont, sino Fourier y Rousseau. Y
tal vez sea este último, al menos para André Breton, el verdadero origen del
movimiento: exaltación de la pasión, confianza sin límites en los poderes
naturales del hombre. No sé si Buñuel está más cerca de Sade o de Rousseau; es
más probable que ambos disputen en su interior. Cualesquiera que sean sus
creencias sobre esto, lo cierto es que en sus películas no aparece ni la
respuesta de Sade ni la de Rousseau. Reticencia, timidez o desdén, su silencio
es turbador. Lo es no solo por ser el de uno de los grandes artistas de nuestra
época sino porque es el silencio de todo el arte de esta primera mitad de
siglo. Después de Sade, que yo sepa, nadie se ha atrevido a describir una
sociedad atea. Falta algo en la obra de nuestros contemporáneos: no Dios sino
los hombres sin Dios.
Delhi, 1965
[Texto originalmente publicado en Corriente alterna, México, Siglo XXI, 1967]